Cambio de Michoacán
La conferencia de
prensa de la Secretaría de la Defensa Nacional el pasado 21 de marzo da
cuenta una vez más de la creciente politización de las fuerzas armadas
mexicanas, que se ha expresado también en su cabildeo en el Congreso de
la iniciativa priista de Ley de Seguridad Interior. Esta vez tocó al
general José Carlos Beltrán Benítez, director general de Derechos
Humanos de esa Secretaría, salir al paso de señalamientos, cuya fuente
no identificó, sobre violaciones, muchas de ellas graves, en esa materia
contra la población civil.
“Se ha difamado sobre hechos represivos
que ofenden al instituto armado y también a la sociedad. Ante esto, se
responde que hemos dado muestras de tolerancia y prudencia en un
sinnúmero de ocasiones, desde agresiones físicas a instalaciones
militares, a integrantes del Ejército y Fuerza Aérea, hasta injurias y
ofensas provocadas”, afirmó el vocero militar. Y calificó ‘‘enfática y
contundentemente estos señalamientos de diferentes orígenes’’ como
infundios y como “injurias y ofensas”. Demandó, asimismo, que “si alguna
persona considera contar con pruebas, que presente [ante las
autoridades competentes] las supuestas quejas [sic] y acusaciones de las que se ha especulado ante los medios de comunicación”.
Tan enfática defensa de la actuación de soldados y, por extensión,
marinos, que han participado activamente durante la última década en la
persecución y combate a los delitos de narcotráfico y otros vinculados a
la delincuencia organizada, se da en el contexto del debate de la
mencionada iniciativa de ley y de los múltiples señalamientos realizados
por organismos defensores de derechos humanos, tanto nacionales como
extranjeros. Según el general Beltrán, las denuncias contra miembros de
las fuerzas armadas en la Comisión Nacional de Derechos Humanos se han
reducido entre 2012 y 2016 en un 68 por ciento. También habló, como
estadísticas, de haber realizado 201 cursos, 508 conferencias, 6 mil 746
pláticas y 127 videoconferencias que alcanzaron a un millón 195 mil 931
oyentes; esta cifra, desde luego, porque cada militar ha participado
más de una vez en tales actividades.
Pareciera, pues, que la
dirección a cargo del general Beltrán Benítez dentro del Ejército no
tiene otra función que la educativa y preventiva, y que las violaciones
denunciadas por los organismos de derechos humanos son inexistentes.
Resulta, así, que sólo por mala fe o por afán de injuriar y ofender, se
puede hablar de un tema tan delicado como los abusos cometidos por los
miembros de la milicia en las tareas que se les han asignado.
Pero el contexto de esa conferencia de prensa fueron también dos
manifestaciones políticas del presidente nacional de Morena, Andrés
Manuel López Obrador, que tocaron particularmente la sensibilidad de los
mandos militares. La primera, la tan difundida en redes y noticieros
respuesta que dio en Nueva York a Antonio Tizapa, el padre de uno de los
normalistas desaparecidos en Iguala, quien lo encaró para demandarle
que explicara su relación con el ex gobernador de Guerrero, Ángel
Aguirre, y con el ex presidente municipal perredista de esa ciudad, José
Luis Abarca. López Obrador, ya retirándose en su vehículo, le respondió
que preguntara al Ejército y al gobierno federal por la desaparición de
los estudiantes en septiembre de 2014.
La segunda expresión del
líder morenista fue un video en el que López Obrador reitera su respeto
a los integrantes de las fuerzas armadas y afirma que éstos “son pueblo
uniformado”; pero también afirma que, de ganar el gobierno nacional en
2018, “no vamos a emplear la fuerza para enfrentar los problemas
sociales; no vamos a reprimir al pueblo con el Ejército”.
Todo
parece indicar que la apresurada conferencia de prensa del militar fue
un intento de respuesta inmediata a esas declaraciones políticas de
López Obrador, simplemente negando que las tropas sean utilizadas como
fuerza represiva o que tuvieran que ver en los trágicos hechos del 26 de
septiembre de 2014 en Iguala. Pero la respuesta al vocero militar vino
del presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, Luis Raúl
González Pérez, quien declaró en comparecencia ante senadores al día
siguiente, que “las fuerzas armadas sí han violado derechos humanos y
ello ha quedado acreditado en las recomendaciones que les hemos
dirigido, entre ellas, por casos de tortura y de desaparición forzada de
personas”. Reconoció que los mandos del Ejército “han recibido y
aceptado recomendaciones por violar derechos humanos. Y eso está
acreditado”, pero agregando que “no basta con aceptarlas, deben
acatarlas y cumplirlas; necesitamos que se procese y sentencie a los
responsables”.
El señalamiento del ombudsman mexicano habla
entonces, de impunidad en el caso de violaciones graves como la tortura y
la desaparición forzada de personas. No se refirió el defensor a casos
específicos, como hubiera podido hacerlo, entre ellos la matanza de
Tlatlaya en el Estado de México, y reconoció que “han bajado las
recomendaciones contra ellos (los militares), pero eso no quiere decir
que si hay una sola queja no se actúe. Elevo mi exigencia —dijo enfático
ante los legisladores— de que se acepten las recomendaciones y que se
cumplan, que se avance puntualmente”.
El tema de las violaciones
graves contra la población civil continúa, pues, puesto sobre la mesa,
por distintas voces que inciden en la opinión pública, justo cuando
menos conviene al Ejército; cuando éste está pugnando por que en el
Congreso federal sea aprobada la antedicha Ley de Seguridad Interior,
que en realidad busca la seguridad jurídica de los militares frente a
las acusaciones que constantemente enfrentan. Pero su respuesta, en vez
de aportar datos concretos e información sobre las medidas
disciplinarias para prevenir y castigar loa atentados a los derechos
humanos y civiles, se limita a ser de índole política, negando
prácticamente cualquier señalamiento en su contra.
Es evidente e
innegable, sin embargo, que tanto las declaraciones del ombudsman como
las de organizaciones de derechos humanos (entre las externas, Amnistía
Internacional y Human Rights Watch) y las de Andrés Manuel López
Obrador, encuentran sustento en hechos reales que han afectado a
innumerables miembros de la sociedad civil, a los que en tiempos del
calderonismo simplemente se clasificaba como “daños colaterales”.
Por eso, el propio presidente de la CNDH manifestó en su comparecencia
ante los legisladores su oposición a que se apruebe la multicitada Ley
de Seguridad Interior. “No es deseable —dijo— que se emita un marco
jurídico para que las fuerzas armadas participen en tareas de seguridad
pública; pero si el Legislativo lo considera pertinente, les hemos
enviado un decálogo de acotaciones, de límites, de respeto a los
derechos humanos. Que la participación de los militares en la seguridad
pública sea transitoria, ya que la seguridad tiene que estar en manos de
civiles”.
¿Cuál es el riesgo, en caso de proceder la aprobación
de la polémica legislación propuesta por el PRI en el Senado? La
normalización de la participación de las fuerzas armadas en tareas de
seguridad “interior”, es decir seguridad pública, conlleva, como ya
ocurre, a distorsionar su función original y sus fines. Es normalizar la
violencia coactiva que amenaza las vidas, el patrimonio y la seguridad
misma de sectores de la sociedad o regiones completos en donde actúa. Y
es la manifestación y la confesión de que el poder civil, al que
formalmente está sometida la fuerza militar, ha sido incapaz de combatir
eficazmente a la delincuencia por otros medios y con respeto a los
derechos humanos. Es también la expresión de la resistencia de los
mandos militares a asumir cabalmente su responsabilidad en múltiples
actos lamentables y su búsqueda de algún cuerpo normativo que les dé
ciertas garantías frente de no ser penalmente señalados o castigados por
ellos.
Pero para la incipiente y debilitada democracia mexicana
sería también un enorme retroceso. Ya alguna vez Antonio Gramsci
definió al Estado moderno de los países occidentales como fuerza +
hegemonía o como “hegemonía revestida de coerción”. Mientras que en las
dictaduras prevalece el uso de la fuerza por sobre el consenso social,
los regímenes democráticos deben sustentarse, teóricamente, más en el
recurso a la dominación consensuada y a la construcción de instituciones
formalmente aceptadas por la población. Pero la creciente utilización
de la fuerza, así sea con la justificación de combatir el cáncer de la
violencia delincuencial, invierte tendencialmente esos términos y nos
lleva a un régimen de coerción apenas revestido de métodos hegemónicos o
consensuales y nos aleja peligrosamente de la proclamada, por el
gobierno y sus turiferarios, normalidad democrática.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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