3/27/2017

Fuerzas armadas: coerción y politización


Cambio de Michoacán

La conferencia de prensa de la Secretaría de la Defensa Nacional el pasado 21 de marzo da cuenta una vez más de la creciente politización de las fuerzas armadas mexicanas, que se ha expresado también en su cabildeo en el Congreso de la iniciativa priista de Ley de Seguridad Interior. Esta vez tocó al general José Carlos Beltrán Benítez, director general de Derechos Humanos de esa Secretaría, salir al paso de señalamientos, cuya fuente no identificó, sobre violaciones, muchas de ellas graves, en esa materia contra la población civil.
“Se ha difamado sobre hechos represivos que ofenden al instituto armado y también a la sociedad. Ante esto, se responde que hemos dado muestras de tolerancia y prudencia en un sinnúmero de ocasiones, desde agresiones físicas a instalaciones militares, a integrantes del Ejército y Fuerza Aérea, hasta injurias y ofensas provocadas”, afirmó el vocero militar. Y calificó ‘‘enfática y contundentemente estos señalamientos de diferentes orígenes’’ como infundios y como “injurias y ofensas”. Demandó, asimismo, que “si alguna persona considera contar con pruebas, que presente [ante las autoridades competentes] las supuestas quejas [sic] y acusaciones de las que se ha especulado ante los medios de comunicación”.
Tan enfática defensa de la actuación de soldados y, por extensión, marinos, que han participado activamente durante la última década en la persecución y combate a los delitos de narcotráfico y otros vinculados a la delincuencia organizada, se da en el contexto del debate de la mencionada iniciativa de ley y de los múltiples señalamientos realizados por organismos defensores de derechos humanos, tanto nacionales como extranjeros. Según el general Beltrán, las denuncias contra miembros de las fuerzas armadas en la Comisión Nacional de Derechos Humanos se han reducido entre 2012 y 2016 en un 68 por ciento. También habló, como estadísticas, de haber realizado 201 cursos, 508 conferencias, 6 mil 746 pláticas y 127 videoconferencias que alcanzaron a un millón 195 mil 931 oyentes; esta cifra, desde luego, porque cada militar ha participado más de una vez en tales actividades.
Pareciera, pues, que la dirección a cargo del general Beltrán Benítez dentro del Ejército no tiene otra función que la educativa y preventiva, y que las violaciones denunciadas por los organismos de derechos humanos son inexistentes. Resulta, así, que sólo por mala fe o por afán de injuriar y ofender, se puede hablar de un tema tan delicado como los abusos cometidos por los miembros de la milicia en las tareas que se les han asignado.
Pero el contexto de esa conferencia de prensa fueron también dos manifestaciones políticas del presidente nacional de Morena, Andrés Manuel López Obrador, que tocaron particularmente la sensibilidad de los mandos militares. La primera, la tan difundida en redes y noticieros respuesta que dio en Nueva York a Antonio Tizapa, el padre de uno de los normalistas desaparecidos en Iguala, quien lo encaró para demandarle que explicara su relación con el ex gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, y con el ex presidente municipal perredista de esa ciudad, José Luis Abarca. López Obrador, ya retirándose en su vehículo, le respondió que preguntara al Ejército y al gobierno federal por la desaparición de los estudiantes en septiembre de 2014.
La segunda expresión del líder morenista fue un video en el que López Obrador reitera su respeto a los integrantes de las fuerzas armadas y afirma que éstos “son pueblo uniformado”; pero también afirma que, de ganar el gobierno nacional en 2018, “no vamos a emplear la fuerza para enfrentar los problemas sociales; no vamos a reprimir al pueblo con el Ejército”.
Todo parece indicar que la apresurada conferencia de prensa del militar fue un intento de respuesta inmediata a esas declaraciones políticas de López Obrador, simplemente negando que las tropas sean utilizadas como fuerza represiva o que tuvieran que ver en los trágicos hechos del 26 de septiembre de 2014 en Iguala. Pero la respuesta al vocero militar vino del presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, Luis Raúl González Pérez, quien declaró en comparecencia ante senadores al día siguiente, que “las fuerzas armadas sí han violado derechos humanos y ello ha quedado acreditado en las recomendaciones que les hemos dirigido, entre ellas, por casos de tortura y de desaparición forzada de personas”. Reconoció que los mandos del Ejército “han recibido y aceptado recomendaciones por violar derechos humanos. Y eso está acreditado”, pero agregando que “no basta con aceptarlas, deben acatarlas y cumplirlas; necesitamos que se procese y sentencie a los responsables”.
El señalamiento del ombudsman mexicano habla entonces, de impunidad en el caso de violaciones graves como la tortura y la desaparición forzada de personas. No se refirió el defensor a casos específicos, como hubiera podido hacerlo, entre ellos la matanza de Tlatlaya en el Estado de México, y reconoció que “han bajado las recomendaciones contra ellos (los militares), pero eso no quiere decir que si hay una sola queja no se actúe. Elevo mi exigencia —dijo enfático ante los legisladores— de que se acepten las recomendaciones y que se cumplan, que se avance puntualmente”.
El tema de las violaciones graves contra la población civil continúa, pues, puesto sobre la mesa, por distintas voces que inciden en la opinión pública, justo cuando menos conviene al Ejército; cuando éste está pugnando por que en el Congreso federal sea aprobada la antedicha Ley de Seguridad Interior, que en realidad busca la seguridad jurídica de los militares frente a las acusaciones que constantemente enfrentan. Pero su respuesta, en vez de aportar datos concretos e información sobre las medidas disciplinarias para prevenir y castigar loa atentados a los derechos humanos y civiles, se limita a ser de índole política, negando prácticamente cualquier señalamiento en su contra.
Es evidente e innegable, sin embargo, que tanto las declaraciones del ombudsman como las de organizaciones de derechos humanos (entre las externas, Amnistía Internacional y Human Rights Watch) y las de Andrés Manuel López Obrador, encuentran sustento en hechos reales que han afectado a innumerables miembros de la sociedad civil, a los que en tiempos del calderonismo simplemente se clasificaba como “daños colaterales”.
Por eso, el propio presidente de la CNDH manifestó en su comparecencia ante los legisladores su oposición a que se apruebe la multicitada Ley de Seguridad Interior. “No es deseable —dijo— que se emita un marco jurídico para que las fuerzas armadas participen en tareas de seguridad pública; pero si el Legislativo lo considera pertinente, les hemos enviado un decálogo de acotaciones, de límites, de respeto a los derechos humanos. Que la participación de los militares en la seguridad pública sea transitoria, ya que la seguridad tiene que estar en manos de civiles”.
¿Cuál es el riesgo, en caso de proceder la aprobación de la polémica legislación propuesta por el PRI en el Senado? La normalización de la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad “interior”, es decir seguridad pública, conlleva, como ya ocurre, a distorsionar su función original y sus fines. Es normalizar la violencia coactiva que amenaza las vidas, el patrimonio y la seguridad misma de sectores de la sociedad o regiones completos en donde actúa. Y es la manifestación y la confesión de que el poder civil, al que formalmente está sometida la fuerza militar, ha sido incapaz de combatir eficazmente a la delincuencia por otros medios y con respeto a los derechos humanos. Es también la expresión de la resistencia de los mandos militares a asumir cabalmente su responsabilidad en múltiples actos lamentables y su búsqueda de algún cuerpo normativo que les dé ciertas garantías frente de no ser penalmente señalados o castigados por ellos.
Pero para la incipiente y debilitada democracia mexicana sería también un enorme retroceso. Ya alguna vez Antonio Gramsci definió al Estado moderno de los países occidentales como fuerza + hegemonía o como “hegemonía revestida de coerción”. Mientras que en las dictaduras prevalece el uso de la fuerza por sobre el consenso social, los regímenes democráticos deben sustentarse, teóricamente, más en el recurso a la dominación consensuada y a la construcción de instituciones formalmente aceptadas por la población. Pero la creciente utilización de la fuerza, así sea con la justificación de combatir el cáncer de la violencia delincuencial, invierte tendencialmente esos términos y nos lleva a un régimen de coerción apenas revestido de métodos hegemónicos o consensuales y nos aleja peligrosamente de la proclamada, por el gobierno y sus turiferarios, normalidad democrática.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH

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