Carlos Bonfil
Las cifras no pueden ser más elocuentes. De acuerdo con datos oficiales del Anuario estadístico de cine mexicano 2016,
presentado en la pasada edición del Festival Internacional de Cine en
Guadalajara, el año pasado la industria fílmica nacional tuvo un auge
inusitado: 162 películas producidas (frente a 140 el año anterior), 30.5
millones de espectadores para cine nacional (frente a 17.5 millones un
año antes), 90 estrenos nacionales (frente a 80 en 2015), y un
crecimiento en el número de pantallas en el país (6 mil 225 este año, 5
mil 997 el año anterior). Si consideramos la asistencia global a salas
de cine, el incremento también es considerable (321 millones este año
frente a 286 un año antes). Algo también revelador: el Estado apoyó en
2016 55 por ciento de producciones nacionales, frente a 70 por ciento el
año anterior, lo que indica una creciente participación de la
iniciativa privada en la producción fílmica. Paralelamente aumentó el
número de cine clubes (460 en 2016 frente a 402 en 2015) y de festivales
de cine (133 contra 119 un año antes).
Con estas cifras todo parecería indicar que la industria fílmica
mexicana goza finalmente de una salud envidiable y que hay razones
suficientes para alimentar el optimismo. Un pueblo de cinéfilos que
pareciera no estar únicamente atento a la producción hollywoodense
(aunque ésta acapare más de 80 por ciento de las pantallas), sino
también privilegia el cine que el país produce.
El optimismo cede paso, sin embargo, al desaliento cuando se observa
el nivel de calidad de ese cine mexicano cuya producción récord sigue
llenando de orgullo a nuestras instituciones culturales. De las 162
películas producidas, y de 30.5 millones de espectadores que asistieron a
los 90 estrenos este año, sólo siete títulos concentraron un público de
21.5 millones; son los siguientes: ¿Qué culpa tiene el niño?, No
manches Frida; Treintona, soltera y fantástica, La leyenda del
Chupacabras, Compadres, Busco novio para mi mujer y Un padre no tan padre.
Lo anterior significa que los 83 estrenos restantes tuvieron una
presencia fugaz en la cartelera comercial y una recuperación modesta, y
que otros 72 títulos siguen todavía sin estrenarse.
Una disculpa a los lectores por el desglose y volumen de la numeralia
anterior, necesaria, sin embargo, para entender no sólo las
contradicciones básicas de una retórica oficial satisfecha (o
resignada), sino también las perspectivas poco alentadoras del
desarrollo de nuestra industria fílmica en vísperas de la inevitable
renegociación o supresión del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de
América del Norte), y de la gradual reconquista del cine mexicano por
una iniciativa privada interesada únicamente en promover el
entretenimiento mediante una larga sucesión de éxitos de taquilla, como
lo demuestra la creciente fortuna de la comedia romántica a partir de
los emblemáticos títulos ya citados.
A partir de este panorama, lo que importa ahora es observar
las tendencias de este fenómeno y aventurar algunas hipótesis oportunas.
Primeramente, el doble embate de la hegemonía hollywoodense en
cartelera (blockbusters de temporada, cintas de acción y
comedias románticas) y la mercantilización imparable del cine mexicano
que más interesa a distribuidores y exhibidores, conseguirá erosionar
toda propuesta de ficción que no se ajuste, en mayor o menor medida, a
las fórmulas narrativas dominantes. Por interesante que sea el cine de
ficción de los jóvenes realizadores mexicanos, en ese contexto abrumador
parecerá haber envejecido prematuramente o, en el mejor de los casos,
conservará el público minoritario que aún hoy lo favorece.
Una suerte de ley de Herodes aplicada a diario en la taquilla y un
exilio obligado al paraíso de los festivales, al albergue que es hoy
para él la Cineteca Nacional, y a los muy merecidos premios en el
extranjero. A la postre, podría temerse una merma en la originalidad y
calidad de las propuestas a partir de una profunda desmotivación y un
largo desgaste artístico. Buena parte del cine de ficción presentado
este año en Guadalajara es ya signo elocuente de ese desánimo.
Paradójicamente, el cine que mejor se protege hoy de la tiranía de
las fórmulas comerciales en boga, de las presiones e imperativos para
sobrevivir en taquilla, y de la creciente desarticulación de las
energías creadoras, es justamente el cine que menos se difunde en
México: ese cine documental que representó en 2016 41 por ciento de la
producción fílmica, y de cuya existencia e importancia muy pocos
espectadores se han enterado.
Ese cine documental fue lo más premiado recientemente en Guadalajara,
y con sobrada justicia. Fue el cine que mayormente se alejó de la
frivolidad, del narcisismo y del acartonamiento escénico; del más
obsoleto realismo mágico y de la impronta telenovelera. El cine más
exigente en el terreno artístico y el más cercano a las preocupaciones
inmediatas de sus espectadores. Es el cine de Lucía Gajá (Batallas íntimas), de Nicole Opper (Día de visita), de Ángel Estrada Soto (Me llamaban King Tiger), de Cristina Herrera Bórquez (Etiqueta no rigurosa), y de modo sobresaliente, el de Everardo González (La libertad del diablo), gran triunfador del Festival de Cine en Guadalajara. El documental, un cine (hasta el momento) en absoluta libertad.
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