Ilán Semo
Ricardo Aca, un estudiante mexicano que cursa su último año en la carrera de Administración Pública en Baruch College en Nueva York, describe así su vida antes de que el presidente Obama expidiera –en 2012– el decreto de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA por sus siglas en inglés):
No podía conseguir legalmente un trabajo. No podía tener un carnet de identidad. No podía solicitar ninguna beca. Además, viajar era peligroso. Después de terminar el bachillerato compré un boleto para hacer mi primer viaje fuera de Nueva York desde mi llegada a México. No dejé de sudar mientras pasaba por seguridad, porque estaba preocupado de que alguien pudiera llamar a un funcionario de inmigración si se enteraban de que no tenía papeles.( New York Times, (4/09/17) Gracias al edicto de Obama, Ricardo, como tantos otros, pudieron, textualmente, salir de las sombras. No sólo de las sombras de la ilegalidad, los salarios exiguos y la imposibilidad de obtener una beca para estudiar, sino de las que proyecta todo un sistema de reglas sobre quienes viven permanentemente en sus márgenes: las de un temor difuso que abarca cualquier esquina o rincón de la ciudad, el inesperado atisbo de una autoridad, cualquier palabra dicha frente a los oídos equivocados. Ese temor latente (a ser expulsado, deportado) que consigna la verdadera regla no escrita de la vida del inmigrante ilegal.
La DACA no otorgó apoyos, ni becas, ni opciones de trabajo, pero sí las condiciones elementales para poder aspirar a ellas: un número de seguridad social, un carnet de identidad y permiso para trabajar. Más que una reforma (a la condición del inmigrante) fue una deferencia de Obama, una deferencia del todo singular (el equipo de Trump la define con alarma como un antecedente de una amnistía). Los 800 mil jóvenes que se acogieron a ella –en su mayoría mexicanos que llegaron a Estados Unidos a muy temprana edad– sabían que sólo representaba un arreglo temporal. Una suerte de largo examen evaluatorio o, en palabras de Richard Roy, una forma de
ciudadanía incautada. Si antes de 2012 se trataba del miedo a ser descubierto, ahora el miedo provenía del temor a no ser descubierto. Ricardo Aca lo narra de manera muy precisa: “No es que la paranoia de mi vida anterior se hubiera terminado; todos los dreamers sabían que DACA era una medida que sólo brindaba tranquilidad temporal. Sabíamos que necesitábamos portarnos bien, demostrar que podíamos ser
perfectosen el cumplimiento de las reglas”.
Los caminos del control social son inescrutables. ¿No es éste acaso el principio básico que regula a cualquier forma de sociedad de control? ¿O qué otra cosa es la hegemonía sino la producción continua de auto-disciplinamiento de cuerpos y mentes de quienes sólo tienen ante sí la promesa de otra vulnerabilidad? De un estremecimiento existencial a otro estremecimiento, la breve historia de los dreamers resume la condición elemental de cómo la sociedad estadunidense reduce destinos al espacio mínimo de su contingencia. Y sobre ellos erige, en efecto, un sueño.
Al cancelar la DACA, Trump inauguró el tercer capítulo de este drama de por sí ominoso. Cuando explicó las razones de su decisión, hizo hincapié en que Estados Unidos debería seleccionar migrantes que hablaran inglés. Por una ironía del caso, la gran mayoría de esos 800 mil jóvenes podrían dar clases al millonario de un inglés más complejo y elaborado del que proveen las 300 palabras que suele usar. Y ésta es una ironía fundamental, sobre todo en un país donde el lenguaje es la piedra de toque de la identidad nacional. Los dreamers no son los hijos que los mexicanos dejaron atrás cuando se vieron forzados a emigrar hace décadas, sino los que vienen por delante de una generación que ya vivió ahí. Y esto afecta los tejidos más finos del lazo social en Estados Unidos. Siempre ha tocado a la siguiente generación de los emigrados reanimar el espíritu que decae entre quienes sólo ven expectativas descendentes. No es casual que incluso el ultraderechista Bannon se haya distanciado de la medida.
Como de costumbre, Trump parece dispuesto a enarbolar lo que nadie en Estados Unidos parecería ni siquiera pensar. Pero la palabra deportación, convertida ya en leitmotif de un largo debate del Congreso, resonará seguramente en los 60 millones de votantes ultrajados por los avatares de la globalización y dispuestos a afirmarse en el vacío que ultraja a los más vulnerables. El más peligroso de todos los vacíos sociales. Porque hasta aquí nadie se ha preguntado qué sucedería si, en efecto, Trump lograra tener éxito.
El centro del azoro se encuentra acaso en la médula de lo que mueve los fetiches que encierra la fórmula del
sueño americano. La utopía estadunidense, una utopía de migrantes, se nutre de una suerte del migrante sacer, el migrante sacrificial. Siempre un grupo específico de migrantes debe fracasar en su intento, para reforzar la idea del culto a la
cima del mundo–y quienes ya la ocupan–. Sólo que esta vez la crueldad, como dijo Obama, se extendió a quienes se han ganado todo con méritos absolutamente propios.
Lo más lastimoso fue, hasta aquí, la respuesta de las autoridades de la Secretaría de Relaciones Exteriores en México:
Bienvenidos. Sólo que somos un país subdesarrollado. En otras palabras: se las arreglan como puedan. 250 mil univ
ersitarios no vienen mal a ningún país. Pero la regla aquí parece ser extraer dividendos incluso de la precariedad misma.
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