La Jornada
Según un documento dado
a conocer ayer por Oxfam, la desigualdad de ingresos entre el 10 por
ciento de los más pobres y el 10 por ciento de los más ricos del país es
de 154 mil pesos, proporción que se ha mantenido constante en los dos
años anteriores. Con base en lo declarado por Diego Vázquez,
investigador de la organización referida, en la presentacion del
reporte, el aumento de ingresos en el periodo 2014-2016 afecta de manera
distinta a esos deciles de la población, pues mientras el más bajo no
consigue comprar ni un kilo de tortillas con 10 pesos, el más alto
adquiere dos boletos de cine con cien pesos.
En otras cifras, el documento indica que los 12 millones de personas
más favorecidas concentran 36.6 por ciento del ingreso total de los
hogares, mientras el 10 por ciento más pobre apenas obtiene 1.8 por
ciento de esa suma global. Un ejemplo terrible de lo que significan
estos números es el dato de que los 35 mil 421 millones de pesos que
presuntamente desvió el ex gobernador de Veracruz Javier Duarte
representan una suma cercana al ingreso total del 10 por ciento de los
mexicanos más pobres.
Si se considera que los desvíos atribuidos a Duarte son sólo una
pequeña parte de cuantos han sido denunciados en los sectores petrolero y
de infraestructura a lo largo del presente sexenio, resulta inevitable
concluir que los recursos perdidos por el erario a consecuencia de la
corrupción –calculados por diversos organismos internacionales y
dirigencias empresariales en alrededor de un billón de pesos anuales–
habrían podido emplearse en reducir y aliviar la pobreza y la
precariedad de millones de mexicanos.
Lo anterior se habría realizado incluso sin modificar el modelo
económico vigente, que se caracteriza por concentrar la riqueza en unas
cuantas manos y en la multiplicación de la marginalidad y la carencia;
no por nada el neoliberalismo en curso ha sido llamado una
fábrica de pobres.
La estadística de Oxfam tiene, por lo demás, una traducción
inmediata en la dramática realidad que se cierne sobre muchos miles de
mexicanos en Oaxaca, Veracruz y Chiapas a raíz de los efectos del
huracán Katia y del terremoto registrado el jueves de la semana
pasada. Es claro que la gran mayoría de los damnificados por esos
fenómenos naturales pertenece al decil más pobre que se señala en el
documento citado, y las consecuencias del meteoro y del sismo de la
semana pasada se ven multiplicadas y acentuadas por las paupérrimas
condiciones de construcción, las vialidades defectuosas, las
comunicaciones precarias y la mala infraestructura en general de las
regiones afectadas.
Un país que se mantiene entre la opulencia de las zonas urbanas
infladas por la especulación inmobiliaria y los pueblos marginados de
diversas entidades es, necesariamente, un país de estabilidad frágil y
de gobernabilidad incierta.
La aceptación de la desigualdad extrema como parte de la normalidad del pa
norama
social es, por su lado, un factor de descomposición ética y política
que reafirma el camino de deterioro social generalizado en el que se
encuentra la nación.
En consecuencia, las cifras aquí citadas debieran constituir un foco rojo
para los encargados de elaborar las políticas económica y social, los
cuales deberían comprender que, de seguir por esta senda, México se
acerca a un desastre sin precedente, y no precisamente por causas
naturales.
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