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Pedro Miguel
En México hay una
guerra en curso, pero sus bandos no son los que dice el gobierno. Esta
no es una guerra entre delincuentes organizados y autoridades empeñadas
en hacer cumplir la ley; se trata, en cambio, de una guerra de despojo
cuyos bandos reales son, por una parte, un conglomerado transversal de
intereses delictivos que va desde corporaciones financieras nacionales y
trasnacionales –que hacen grandes negocios con el lavado de dinero– y
los gobernantes y funcionarios que se enriquecen con sobornos del narco
hasta empresas de servicios de seguridad que logran colocar jugosos
contratos de venta de bienes y servicios y, claro, capos históricos o
circunstanciales; por la otra, amplios sectores de la población que
pagan con su sufrimiento y muerte las fortunas de unos pocos: desde los
adolescentes contratados como halcones y camellos, y
los campesinos mariguaneros y amapoleros hasta los ciudadanos que sufren
el embate de la violencia y la inseguridad crecientes. Mientras mayor
es el sacrificio impuesto a los segundos, mayor es el volumen de riqueza
que acumulan los primeros. Esta guerra es, además, un mecanismo que
permite ahondar la desigualdad económica y política: conforme se
desarrolla, los mandos del bando saqueador no sólo engordan sus cuentas,
sino que también concen-tran atribuciones políticas crecientes,
mientras los saqueados experimentan la reducción de sus facultades
ciudadanas, derechos y garantías.
Los objetivos declarados de esta guerra tampoco corresponden a sus
propósitos reales: combatir las adicciones y recuperar la seguridad y la
paz públicas. En el penúltimo año del sexenio de Felipe Calderón
–promotor, ideólogo y ejecutor principal del conflicto armado aún en
curso– la Encuesta Nacional de Adicciones reveló que el consumo de
drogas ilegales entre la población joven se encontraba prácticamente
estable desde 2008 y que incluso había crecido ligeramente: de 1.4 por
ciento de la población a 1.5, pero que casi se había duplicado con
respecto a 2002, cuando fue de sólo 0.8 por ciento (https://is.gd/zjIQgd). Para 2016 el porcentaje había subido a 2.9. En población de todas las edades el uso de mariguana pasó de 4.2 en 2008 a 8.6 (https://is.gd/I4CmEZ).
En lo que se refiere a la inseguridad, los homicidios violentos pasaron
de 10 mil 452 en 2006 a 25 mil 967 entre 2006 y 2012, para un acumulado
sexenal de 132 mil 65, un incremento de 86 por ciento con respecto a la
administración anterior. Entre 2013 y 2016 las ejecuciones anuales se
mantuvieron por encima de las 20 mil y entre diciembre de 2012 y octubre
de 2017 el peñato acumulaba 114 mil 61 asesinatos violentos (https://is.gd/cfnHIs). De seguir la tendencia, Peña Nieto acumulará, en su administración, más muertes que Calderón en la suya.
Peor aún, de cara al reforzamiento de la legalidad ha resultado
contraproducente: entre 2006 y 2011 el número total de quejas ante la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos pasaron de 5 mil 475 a 40 mil
114; en 2006 la Secretaría de la Defensa Nacional fue señalada en 182 de
los expedientes, pero para 2011 su participación se había incrementado a
6 mil 680, pasando de 3.3 a 16.7 por ciento del total; la Secretaría de
Marina, por su parte, vio incrementadas las quejas en su contra de 24
en 2006 a 833 en 2011, y su porcentaje pasó de 0.4 a 2.07 por ciento (https://is.gd/vFMIKI).
La Policía Federal, por su parte, acumuló 6 mil 322 quejas entre 2006 y
lo que va del presente año. En estos 11 años, la violencia y la
ausencia de Estado han experimentado cambios regionales, pero no han
disminuido. Como en el calderonato, y a pesar de las
alternancias locales, Chihuahua, Veracruz, Tamaulipas, Guerrero,
Morelos, Michoacán, estado de México y Nayarit, entre otras entidades,
siguen siendo territorios de impunidad bajo el imperio de la
delincuencia organizada, y a ellos se van sumando otras entidades, como
Puebla, Ciudad de México y Baja California Sur (https://is.gd/5vm4KO).
En 2006, en abierto atropello a la Constitución, el régimen
echó mano de las fuerzas armadas para el combate a la delincuencia con
el pretexto de que las policías estatales y municipales estaban
infiltradas por la criminalidad, resultaban inoperantes y era preciso
sanearlas, moralizarlas y profesionalizarlas para que pudieran cumplir
con sus encomiendas legales. Once años más tarde, el mismo régimen no ha
avanzado un centímetro en el propósito de capacitar a las corporaciones
policiales (https://is.gd/BrUC6V)
y pretende imponer una ley de seguridad interior que da cobertura legal
a la participación preponderante de soldados y marinos en la guerra. Y
los enfrentamientos cotidianos continúan, las masacres se repiten –con
mucha menor cobertura mediática, eso sí, por expresa petición
presidencial–, la delincuencia organizada diversifica sus ramos y
productos –del trasiego de cocaína a la producción de metanfetaminas,
por ejemplo, y del tráfico de personas a la explotación masiva de los
ductos de combustible–, los feminici-dios van al alza (https://is.gd/K2bb4g) y la inseguridad, también.
Los resultados de estos 11 años deberían ser incluso excesivos para
demostrar que, a juzgar por sus propósitos oficiales, esta guerra no
sirvió. Pero si el poderío de los cárteles no menguó es por la
simple razón de que el objetivo real de los gobernantes y su
delincuencia empresarial adjunta no es derrotarlos sino medrar política,
económica y hasta electoralmente con ellos. Ahora el problema es que si
logra conformarse un gobierno con voluntad política real para
desmantelarlos por la vía militar y policial, el cumplimiento de esa
tarea conllevaría un baño de sangre similar o peor al que ha tenido
lugar en el violentísimo tramo Calderón-Peña, y que los muertos no sólo
serían los cabecillas de la delincuencia sino, en proporción
infinitamente mayor, sus
trabajadores de base, ciudadanos no inmiscuidos en el conflicto, así como soldados, marinos y policías. Proseguir el rumbo actual de la guerra implica seguir considerando exterminables, por ejemplo, a los cerca de 500 mil campesinos directamente vinculados a la criminalidad organizada (https://is.gd/W7XqBq).
Ya basta. No estamos viviendo una guerra de la legalidad contra el
crimen, sino una guerra de la criminalidad enquistada en el poder en
contra de la población y resulta imperativo analizar y debatir
estrategias para ponerle fin: la despenalización de todas las drogas hoy
tipificadas como ilícitas; la instauración de negociaciones de paz
públicas y transparentes con los principales grupos delictivos para
remplazar los arreglos y enjuagues bajo la mesa que han caracterizado
hasta ahora su relación con el poder público (recuerden: no puede
existir delincuencia organizada sin altas complicidades en la
institucionalidad política) y, sí, derivado de lo anterior, amnistía
para los que puedan ser considerados rehabilitables. En 1933, cuando el
gobierno de Franklin D. Roosevelt derogó la Ley Seca (que durante su
imperio multiplicó por cinco los índices de criminalidad en Estados
Unidos) hizo a un lado buena parte de las imputaciones en contra de los
mafiosos y nadie hizo un escándalo por ello.
Paz o guerra. Negociaciones o inhumaciones. Amnistía o hipocresía. O decidimos ahora o nos esperamos otros 100 mil muertos.
Twitter: @navegaciones
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