Desde que en 2006 Felipe Calderón sacó a los militares de los cuarteles para combatir al narcotráfico, la violencia se incrementó y se ha traducido en el aumento de víctimas –200 mil muertos, 39 mil desparecidos y aproximadamente 350 mil desplazados—sin que se obtenga la paz prometida.
Un año antes, cuando se aprobó la Ley de Seguridad Nacional, se previó la necesidad de tener una Ley de Seguridad Interior que, de acuerdo a la propuesta ya aprobada, busca el restablecimiento del orden interno ante cualquier amenaza como el terrorismo, crimen organizado, drogas, corrupción, lavado de activos, tráfico ilícito de armas, ataques cibernéticos, trata de personas, desastres naturales y de origen humano.
Pero, sobre todo, lo que se persigue con las fuerzas armadas, además del orden interno, es “velar por la observancia del orden y paz público, así como por la seguridad de los ciudadanos y sus bienes”.
La iniciativa de Peña Nieto, seis capítulos y 31 artículos, señala que la Ley de Seguridad Interior, como vertiente de la Ley de Seguridad nacional, implica la posibilidad de que el presidente la de República pueda hacer uso de la totalidad de la Fuerza Armada que esta integrada por el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea para hacer frente a fenómenos que impacten al orden interno.
Dicha ley define que la Seguridad Interior tiene como objetivo esencial “garantizar la condición de paz que permita salvaguardar la continuidad de las instituciones y el desarrollo nacional, mediante el mantenimiento del Estado de derecho y la gobernabilidad democrática en beneficio de la población”.
A partir de todo esto, más que una Ley de Seguridad Interior, lo que el gobierno de Enrique 0Peña Nieto y el PRI ha impuesto es la “Ley del Garrote” porque, como decíamos el principio, la aprobación de este ordenamiento es la legitimación de la fuerza militar y policiaca para sofocar cualquier movimiento de inconformidad social como podría surgir ante unas elecciones fraudulentas en el 2018.
Dicha ley no se puede ver ni considerar de otra manera porque si el gobierno o el presidente Peña quisiera acabar con el crimen organizado, la corrupción o el narcotráfico, si quisiera terminar con la impunidad y establecer la paz social, lo que requiere es voluntad política para aplicar la ley contra propios y extraños, no contra la población que ha sido víctima de todos estos vicios convertidos en virtudes de poder.
Por cierto… En el Estado de México, Eruviel Ávila, predecesor de Enrique Peña Nieto, impulsó la llamada Ley Atenco o Ley que Regula el Uso de la Fuerza Pública, que fue aprobada en 2016 por el Congreso del Estado de México y ratificada un año después por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en donde se regula el uso de la fuerza pública y empleo de armas, incluyendo letales, para el control de la seguridad pública.