En abril de 2009, el entonces presidente Felipe Calderón, había
enviado al Congreso una iniciativa de Ley de Seguridad Nacional, para
normalizar la militarización que desde el inicio de su mandato implicó,
de hecho, una suspensión de garantías en amplias zonas del país. Faltaba
pues que esa presencia fuera conforme a derecho.
Los priistas propusieron una adición a la iniciativa calderonista,
para que las Fuerzas Armadas pudieran intervenir en protestas sociales
que representaran “una amenaza”, antigua invocación para designar las
oposiciones a los regímenes desde 1916. La discusión fue en 2011 y el
momento no era propicio, pues había nacido el Movimiento por la Paz con
Justicia y Dignidad, que se oponía a esa ley, y la seguridad no era un
tema empático de cara a las elecciones.
Peña retomó la propuesta de su partido ya en el poder, con la
iniciativa de reforma al 29 constitucional para normar la suspensión de
garantías; la intervención de comunicaciones de ciudadanos incómodos se
permitió hasta el exceso; creó con militares la Gendarmería, pero siguió
usando soldados disfrazados de policías en protestas. Ahora, insiste en
que se apruebe la Ley de Seguridad Interior, de similar cuño,
consecuente con los anteriores.
Pocos parecen recordar el contexto previo y al menos una generación
transitó de la infancia a la adultez en medio de la violencia, verde
olivo y armas largas, asimilado a su entorno. Inició a finales de aquel
2006 de convulsiones sociales:
Fue el año de la contención militar a los deudos de la mina Pasta de
Conchos, donde murieron 65 mineros; de la violenta redada de Lázaro
Cárdenas Michoacán y la ocupación militar de comunidades mineras; de las
movilizaciones que reclamaban fraude electoral; de la violación
tumultuaria de 13 mujeres perpetrada por un pelotón de soldados que
custodiaba boletas electorales en Coahuila; de la represión a la
rebelión ciudadana de Oaxaca. Fue el año que inició marcado con sangre y
semen, en la redada brutal de San Salvador Atenco que recién sancionó
la justicia internacional.
La protesta social siguió recibiendo las embestidas del ejército,
muchas veces con disfraz de Policía Federal, como ocurrió con la
extinción de Luz y Fuerza del Centro o en la huelga de Cananea.
A partir del 1 de diciembre de 2012 el uso de los militares para
reprimir la protesta social se profundizó. Los conflictos sociales
aumentaron, principalmente, por proyectos energéticos, mineros y de
infraestructura hasta llegar a más de 300 este año. Los ataques a
dirigentes sociales y defensores de derechos humanos crecieron.
El registro del Comité Cerezo –que incluye nombres de las víctimas,
lugares y fechas—muestra que, con Peña Nieto, las agresiones aumentaron,
para acumular mil 372 casos hasta mayo pasado. En el mismo período, mil
97 personas han sido detenidas y encarceladas en el contexto de
protestas sociales, mientras que en los primeros cuatro años de Calderón
sumaban 737. Los asesinatos de dirigentes sociales –los redactores del
informe le llaman ejecución extrajudicial por acción, omisión o
aquiescencia—en el sexenio de Calderón fueron 63; con Peña iban 123
hasta mayo, mismo mes en el que ya sumaba 99 desapariciones –contra 53
que se registraron en todo el sexenio anterior—y que incluye la
desaparición de los 43 de Iguala con indicios de participación militar.
Los indicadores no exculpan al calderonismo, sólo muestran el paulatino
endurecimiento.
A 11 años de distancia, la promesa de modernizar y limpiar las
policías es sólo eso y, en un país pleno de inconformidad contra la
clase política –excepto porque la presión internacional los ponga en
aprietos–, se está concretando la legalización de lo que las Fuerzas
Armadas han sido siempre para el sistema (como quedó acreditado en mi
libro El regreso autoritario del PRI. Grijalbo. 2015): un instrumento
hasta ahora ilegal de control político y social interno, un
autoritarismo más perfecto.
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