La Jornada
En mayo de 2017, cuando el Senado de Estados Unidos aprobó como representante comercial de esa nación al abogado republicano Robert Lighthizer (quien había sido propuesto para el cargo por el presidente Donald Trump cuatro meses antes), empezó a gestarse formalmente lo que puede constituir un verdadero factor desestabilizador para el empleo en éste y el otro lado de nuestra frontera norte.
El líder de la delegación estadunidense para la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) es un convencido de que si ese instrumento comercial no se ciñe a las demandas de Estados Unidos, más vale que desaparezca, tal como planteó el propio Trump en los primeros días de su mandato. Con ese enfoque absolutista y concluida la quinta ronda de conversaciones para la revisión del tratado, los representantes de Washington defienden pertinazmente su agenda de 22 puntos, obligando a la búsqueda de opciones alternativas prácticamente en cada uno de ellos, ante la perspectiva de discordancias que pondrían en riesgo la existencia del acuerdo trilateral.
El TLCAN tiene, desde su entrada en vigor, partidarios y detractores, pero para unos y otros resulta claro que su desaparición –o aun un cambio drástico en las reglas de juego vigentes– podría acabar con los puestos de trabajo generados por el tratado en sus 23 años de existencia. Lo curioso es que en semejante escenario, desde el punto de vista cuantitativo, no sería México el más perjudicado: según un reciente estudio efectuado a instancias de la Cámara de Comercio de Estados Unidos: unos 14 millones de empleos en ese país dependen del flujo comercial que tiene lugar por el tratado y 100 mil pequeñas y medianas empresas se verían ante la disyuntiva de cambiar de giro o cerrar las puertas, en su calidad de importadoras de productos mexicanos o exportadoras exclusivas a nuestro territorio.
El mismo documento asegura que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial no ha habido una iniciativa gubernamental (estadunidense) que haya creado semejante cantidad de empleos. Un dato que los representantes de la administración Trump –con Lighthizer a la cabeza– seguramente deben tener en cuenta, a despecho de su rígida estrategia negociadora.
En el caso de México las cifras ante un eventual fin del TLCAN son menos abultadas, pero no por ello menos inquietantes: cálculos conservadores estiman en 500 mil los empleos directos que se perderían en esa circunstancia, a lo que se sumaría una disminución del producto interno bruto (PIB) del orden de 3 por ciento. Con independencia de que en el corto plazo se firmaran nuevos acuerdos comerciales bi o multilaterales con algunas naciones o que se robustecieran convenios ya existentes, el panorama no es precisamente halagüeño.
En paralelo con el incierto destino del tratado, la aprobación senatorial de la reforma fiscal impulsada por Trump, que resta competitividad a nuestro país como destino para la inversión, representa una complicación adicional para México. La suma de un TLCAN amenazado (que a su vez amenaza muchas fuentes de trabajo) y un posible escenario de menor inversión externa exigen no sólo un fortalecimiento urgente de la capacidad productiva interna, sino también una revisión de la estrategia que permita revitalizar la deteriorada economía nacional.
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