Por Luciano Concheiro para Nexos
México no tiene mañana. Su futuro fue desaparecido violentamente. Lo sepultaron en una fosa clandestina. Nos lo arrebataron los ladrones de vida, los mismos de siempre. De forma definitiva, en Iguala. Pero también en San Fernando, en Acteal, en el Bar Heaven, en Tlatelolco, en Villas de Salvárcar.
Al querer hablar sobre el México que vivimos, retorna el grito (¿o, más bien, deberíamos decir el suspiro?) de Kurtz: ¡El horror! ¡El horror!
En 1979, Pablo González Casanova y Enrique Florescano coordinaron un libro titulado México, hoy. En él, reunieron a un grupo de intelectuales, provenientes de distintos orígenes disciplinares, para discutir los grandes problemas nacionales y sus posibles soluciones. Se analizaba el problema de la crisis económica; de los pueblos indígenas; del campo; de la ciudad; de la salud, la seguridad social y la nutrición; de la educación; de la ciencia y la tecnología; de la democracia. Se hablaba de la presión de las transnacionales y el capital monopólico, del subdesarrollo, de la vida periférica, de dependencia, de injusticia, de un pueblo desmoralizado y un gobierno corrupto, de paternalismo-autoritario. En suma, se hablaba sobre el imperialismo y el capitalismo.
Casi cuarenta años después, los problemas, aunque a veces nombrados con otros términos, se mantienen. La enorme mayoría, si no es que todos, se han agravado. Peor aún: han derivado a una fase violenta —que ha aniquilado y desaparecido a cientos de miles de personas durante el último decenio—.
El pesimismo es ineludible. Lo único que, de alguna manera, resulta consolador es que la certidumbre compartida por los autores de México, hoy sigue vigente: los problemas del hombre han de resolverse por el camino del socialismo y en el marco de un nuevo orden mundial.
La segunda de las Tesis sobre la historia de Walter Benjamin (en la traducción de Bolívar Echeverría) dice: ¿Acaso no nos roza, a nosotros también, una ráfaga del aire que envolvía a los de antes? ¿Acaso en las voces a las que prestamos oído no resuena el eco de otras voces que dejaron de sonar? Y poco después: como a toda otra generación, nos ha sido conferida una débil fuerza mesiánica, a la cual el pasado tiene derecho de dirigir sus reclamos. Reclamos que no se satisfacen fácilmente, como bien lo sabe el materialista histórico.
Aquí surgen varias cuestiones. Subrayo un par. Primero, que la fuerza del espíritu revolucionario emana de la imagen de los antepasados esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados. Segundo, que el pasado siempre demanda algo de nosotros: que tenemos un deber frente a aquello que no pudo ser.
La realidad mexicana actual arroja una luz particular a esta tesis. De alguna manera, nos obliga a radicalizarla. Hoy no sólo tenemos una duda con nuestros antepasados, con el pasado incumplido. Tenemos un compromiso incuestionable con nuestros contemporáneos que fueron privados de la vida y también de la muerte, con aquellos que fueron desaparecidos.
¿Cómo cumplir nuestro deber cuando la generación vencida es nuestra propia generación?
La ventaja de no tener futuro ni esperanza es que la espera ha perdido sentido. Cualquier reformismo parsimonioso resulta ya absurdo. No se puede aguardar más: para nosotros, la transformación debe suceder ahora. Para nosotros, no hay mañana.
Foto: Miguel Tovar/LatinContent/Getty Images
*Por Luciano Concheiro para Nexos.
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