Pedro Miguel
Uno de los valores aspiracionales favoritos de las clases altas y medias altas es enviar a los hijos a estudiar posgrados en el extranjero, especialmente a Estados Unidos, Francia y España. No importa qué ni en qué universidad; en esos sectores suele darse por hecho que cursar una carrera en esos países garantiza, en automático, una formación profesional superior a la que ofrecen instituciones públicas mexicanas como la UNAM y el Poli, que ostentan un nivel académico equiparable al de las mejores universidades gringas y europeas. Ricardo Anaya tiene tan acendrada esa clase de pensamientos que mandó a sus hijos a Estados Unidos, no a un posgrado ni a una licenciatura, sino a que cursaran prescolar. Esa sola decisión, cuya veracidad es indiscutible y aceptada por él mismo, basta para entender la percepción de México que caracteriza al aspirante presidencial panrredista y lo colonizada que tiene la cabeza. A la espera de que las investigaciones digan si son ciertos o falsos los señalamientos en su contra por triangulación de fondos o un mero invento perverso del priísmo –el panismo no se ha quedado atrás cuando ha gobernado–, los electores conscientes y racionales tienen en ese dato un buen elemento de juicio para saber si en julio próximo eligen a un estadista o a un nuevo gerente sometido desde los reflejos mentales a los intereses corporativos extranjeros.
Ahora que están tan de moda las habladurías sobre la supuesta interferencia rusa en el proceso electoral mexicano, no está de más recordar que la única interferencia probada, constante, sistemática y desastrosa en nuestra política interna es la de Estados Unidos: las conjuras contra el gobierno de Madero en la embajada de ese país; la célebre receta de Robert Lansing de dominar a México abriéndoles a jóvenes mexicanos ambiciosos las puertas de nuestras universidades y educarlos en el modo de vida estadunidense, en nuestros valores y el respeto a nuestro liderazgo; la cooptación de presidentes por parte de la CIA; las constantes presiones para obligar al país a cambiar su política exterior; la documentada intervención del embajador Tony Garza para imponer a Calderón en Los Pinos en 2006 y el sistemático espionaje a Peña Nieto, presumiblemente desde que fue jefe de Administración en el gobierno de Arturo Montiel, y que le ha permitido a la inteligencia de Washington hacerse con un voluminoso expediente del mexiquense; la reforma energética intentada en el sexenio anterior, lograda en la administración presente y diseñada por el equipo de Hillary Clinton. Si hay motivo de preocupación ante la intervención extranjera en la vida institucional del país, sería bueno que esos políticos y columnistas del régimen empezaran a fijarse en lo evidente y dejaran la alharaca de los rusos para cuando exista una sola prueba de eso.
José Antonio Meade, por su parte, es un gran ejemplo de esos servidores disciplinados, fieles y confiables de la OCDE, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Departamento de Estado del país vecino, a los que ha servido con lealtad intachable y precisión milimétrica a su paso por las secretarías de Energía, Hacienda, Relaciones Exteriores, Desarrollo Social y nuevamente Hacienda; y es también, claro, uno de esos jóvenes ambiciosos a los que Estados Unidos abrió las puertas de sus universidades.
En Meade y en Anaya el poder político y empresarial estadunidense tiene espléndidos prospectos para asegurar la continuidad del modelo de integración subordinada que ha sido aplicado en México desde 1988, que ha colocado al país en una situación de desastre y que, a partir de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, ha prescindido de los buenos modales para convertirse en una brutal exigencia de rendición total y supeditación absoluta a los designios de Washington. Sirvan como ejemplos las gritonizas telefónicas que el magnate le ha puesto a Peña Nieto –la más reciente, hace una semana–, las constantes humillaciones y el chantaje constante de romper el TLCAN, algo que asusta sobremanera a los gobernantes oligárquicos porque, carentes de respaldo social y de programa alternativo, es el único clavo al que pueden aferrarse.
El programa de la dependencia tiene dos módulos: las órdenes que provienen de aquel lado y el equipo humano que las cumple en éste. Si se suprime uno de esos factores, el mecanismo de la subordinación se colapsa y obliga a los dos países a formular bases nuevas y más justas para la relación bilateral. Tal vez la sociedad mexicana no logre quitarle lo depredador y metiche a Washington, pero sí puede poner fin, con su voto en julio, a la era trágica y oprobiosa de los gerentes al servicio de poderes extranjeros. Y no precisamente el ruso.
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