Racista,
xenófobo, supremacista… así describen los medios de comunicación a
Nikolas Cruz, autor del asesinato de 17 personas en el instituto MS
Douglas de Parkland en Florida. Se le acaban los adjetivos para hablar
de la conducta y de los elementos de identidad que la motivaron, y en
cambio no hacen referencia al elemento que está en la base de todos los
demás: el machismo.
Quien parte de considerar que la identidad está basada en que su condición de hombre-blanco-heterosexual-estadounidense… es superior a la del resto, se siente legitimado para desarrollar toda una serie de conductas de discriminación y violencia
contra quienes considera inferiores, de los cuales piensa que están
usurpando parte de lo que le pertenece. Y como toda conducta violenta,
su desarrollo puede aumentar de forma progresiva hasta llegar a las
distintas expresiones de la violencia física, entre ellas el homicidio. Son crímenes que cuentan con todos los ingredientes en sus autores:
razones morales basadas en su idea de superioridad, argumentos
prácticos al entender que le están quitando algo que les pertenece, una
carga emocional basada en el odio que refuerza toda esa construcción, y
una solución a su alcance a través del uso de la violencia.
Todo indica que es lo que ha ocurrido con Nikolas Cruz, a pesar de la
advertencia que se había producido a través de la denuncia sobre sus
planes sin que que hubiera respuesta del FBI, algo nada casual cuando el
contexto social y cultural crea una sintonía bajo referencias cercanas
con quienes reciben la denuncia, restándole credibilidad a su contenido o
a su trascendencia.
La identidad construida sobre las referencias biológicas que
llevan a entender que una determinada condición es superior al resto, que es lo que se observa en este caso y en todos los crímenes de odio, no es nueva. Se remonta al Neolítico y su ADN es el machismo,
que fue la primera referencia utilizada en aquel entonces para definir
la identidad de los hombres y de las mujeres, a partir de la cual se ha
ido reforzando para establecer la desigualdad en la convivencia social
sobre las referencias de quienes ocupaban las posiciones de poder, que
eran los hombres.
Fueron las ideas, voluntades y deseos de los hombres los que decidieron que la convivencia tenía que organizarse en diferentes niveles jerárquicos, y que lo masculino pasaría a ser considerado como universal y común para toda la sociedad, convirtiéndose en la referencia social, y de ese modo permitir que los hombres contaran con las condiciones idóneas para ocupar y desarrollar espacios de poder en lo individual. Y a partir de esos primeros momentos, en lugar de cambiar conforme la organización social se modificó, lo que se hizo fue reforzar la construcción con los distintos elementos de poder e integrar otras referencias
para incorporar al grupo original a los niveles más altos de su
estratificación social, y de ese modo consolidar la estructura social
sobre sus ideas, valores, creencias, origen, procedencia, color de la
piel… pero siempre con lo masculino y los hombres como núcleo de esa organización.
El resultado es que la condición dominante no sólo es diferente a las otras, sino que, además, es superior.
Por eso, para ese modelo, una mujer es diferente a un hombre e
inferior, un homosexual es diferente e inferior, un afroamericano es
diferente e inferior, un extranjero es diferente e inferior… y así
podemos seguir uniendo factores de discriminación para hacer de esa
construcción jerarquizada una fuente de discriminación interseccional,
es decir, resultante de la interrelación de los diversos factores
individuales para aumentar la desigualdad y acumular más poder; por
ejemplo, una mujer es discriminada por su condición, pero si además es
extranjera, con otro color de piel y una orientación sexual distinta,
aún será mas discriminada.
Esa es la razón que hace que un machista sea homófobo, racista, xenófobo… porque el machismo
está en el núcleo de esa identidad que parte de la condición como
factor de referencia para considerar al resto diferentes e inferiores.
Luego podrá expresar las distintas discriminaciones con más o menos
frecuencia o de forma más o menos explícita dependiendo de las
circunstancias, pero la construcción de la identidad machista las lleva
todas en su esencia.
El machismo es cultura, no conducta, y la cultura machista es una estructura de poder,
por eso se desarrollan conductas dirigidas a la consecución y a la
perpetuación esas posiciones de privilegio bajo el amparo del sistema
social y cultural, que a su vez se ver reforzado por los comportamientos
individuales en una especie de “todo el mundo gana”.
Es lo que ha ocurrido con Nikolas Cruz, que ha desarrollado una
actitud y una conducta sobre las referencias comunes de una sociedad que
él ha llevado hasta el peor de sus extremos, pero no por ser diferentes,
sino por vivirlas de una forma especialmente intensa y particular en
sus circunstancias. Y esos factores comunes son los que hacen que la
advertencia de que podía pasar no se vea tan grave o no resulte creíble,
como ha ocurrido con las denuncias ante el FBI. Si la denuncia hubiera
sido sobre un posible atentado yihadista, aunque las evidencias hubieran
sido similares, habría conllevado la respuesta inmediata por parte del
FBI, pues esa violencia está construida sobre referencias completamente
diferentes a las que caracterizan el contexto socio-cultural. Es la
misma situación que se presenta en violencia de género, cuando la palabra de las mujeres no resulta creíble o las consecuencias de su denuncia no se vean tan graves o posibles.
El machismo está en la base de la violencia interpersonal nacida de la condición
de quien la ejerce y desarrollada de la mano del odio contra quien se
considera diferente e inferior, por eso en una cultura levantada sobre
la superioridad de los hombres sobre las mujeres estas son las primeras en sufrir sus consecuencias, pues cada golpe hace que el hombre que lo da se siga creyendo superior, y la sociedad más sólida sobre el machismo.
Nada es casual, el machismo es causa, no resultado.