El “prieto” en la cultura nacional es el mestizo a cuya pigmentación
se le atribuyen, al mismo tiempo, indolencias, ignorancias, rencores
atávicos y sentimentalismos a flor de piel. Es, escribe Carlos Monsiváis
en Amor perdido, la continuación por otras vías de una guerra contra
los pobres: el lépero de la Colonia (no de su barrio, sino del periodo
virreinal) da paso al “pelado” de la república independiente. Ambos
términos son políticos: la “leperuza” es una chusma anónima y el
“peladaje” es la misma pero, además, desprovista de ropajes. Ambas
acabaron por encarnar al lenguaje soez: “peladeces” y “leperadas”.
Además de la grosería verbal, a los pobres de las ciudades se les
atribuyen los mismos rasgos que a los campesinos franceses de principios
del siglo XX. Enumera el historiador Eugen Weber los insultos que le
merecen sus trabajadores al terrateniente Limousin en 1865: “Bestias de
dos patas, apenas se reconoce en ellos a un ser humano. Su ropa siempre
mugrosa y, cuando se desnudan, tienen una piel tan oscura y gruesa que
uno duda si abajo fluye algún tipo de sangre. Su mirada obtusa y salvaje
no deja entrever ningún rastro de pensamiento en este ser atrofiado
física y moralmente. No tienen ningún escrúpulo para la traición; son
ignorantes, apáticos, flojos, perezosos, inertes, de una naturaleza
hipócrita, avara y taimada. Hay que decir que existe una distancia
enorme entre nosotros, los que hablamos la lengua francesa, y ellos que
apenas la tartamudean con dificultad”.
Este sojuzgar –“sentencia hacia abajo”, literalmente– a los pobres
asociando su aspecto a un juicio moral sobre su sospechosa humanidad,
adquiere una vuelta con el término “naco”. Escribe Monsiváis: “La
naquiza tiene una historia: el desprecio imperante ante el perfil de un
indio zapoteca que no puede decir apotegmas, el desdén ante el brillo
(no verbal) de la vaselina y ante el esplendor (no tradicional) de la
chamarra amarillo congo y ante la ilustración que a veces concede el
certificado (no inafectable) de sexto de primaria, que respalda y
encomia la voraz lectura de cómics, fotonovelas y diarios deportivos. Su
historia: la opresión y la desconfianza, el recelo ante cualquier forma
de autoridad, los asentamientos urbanos como hacinamientos en un solo
cuarto, el arribo a la ciudad entre expropiaciones de cerros y
enfermedades endémicas y quemadores de petróleo en construcciones de
cartón o de adobe o de material de desecho con piso de tierra o de
cemento. Su historia: el ir ascendiendo a duras penas o irse quedando
entre la malicia de su espíritu crédulo y su muy reciente pasado agrario
y su aprendizaje de la corrupción como defensa ante la Corrupción. Su
sociedad: la conversación como gracia de la única pileta de agua, el
tendajón como el ágora, la cerveza y la mezclilla como estructuras
culturales, el ámbito del vecindario y del compadrazgo como la identidad
gregaria que se exhibe en la vasta cadena de bautismos, confirmaciones,
primeras comuniones, matrimonios, defunciones, quince años,
graduaciones de primaria o de academias comerciales, compadrazgos de
escapularios, de coronación, del cuadro de la Virgen, de alumbraciones y
consagraciones. Su sociedad: el lenguaje extraído de comentaristas
deportivos, de cómicos de televisión, de películas, de radionovelas,
telenovelas y fotonovelas, la ‘grosería’ permanente como único y último
recurso ante un idioma que los rechaza condenatoriamente, la diversión
como un desciframiento de las ofertas contiguas del sexo y de la
muerte”.
Discriminación por el gusto que termina enclavada en el color de la
piel. Y así llegamos, por fin, al “prieto” como nombre de la sociedad de
castas que ubica el pronóstico de éxito en la pigmentación heredada y
que, por lo tanto, desconfía de quien, con esa facha mestiza, ha podido
tener casa propia: de ahí que, con todos los millones de la corrupción,
El Negro Durazo no fuera solamente “Arturo” o el “jefe de la policía de
la capital”.
Pero quizás lo más sorpresivo del uso electoral del “prieto” no fuera
sólo la enésima instrumentación de la narrativa de castas, sino el
alegato de parte de algún segmento de la opinión pública de que, en
México, existe también un “racismo al revés”. Es decir, que hay que
justifica la discriminación a los “prietos” con la historia de que ellos
–los excluidos de la ciudadanía aristócrata– también le dicen a uno
“güero”, “burgués”, “neoliberal”.
El racismo no se trata de una discriminación personal por el color de
piel mestiza o por ser mal vestido –“mal envuelto”, escribe Monsiváis–
ni tampoco por los prejuicios basados en estereotipos, sino que
constituye una estructura narrativa y de imágenes respaldada por los que
tienen el poder para diseminar ciertas creencias sobre un grupo y que
evita que tenga acceso al poder, los recursos o ciertos privilegios que
deberían de ser por méritos. Es decir, una cosa es que alguien te
discrimine por cómo te ve, y otra muy distinta es que la forma en que
está organizado el reparto del poder y los privilegios sea racista. Por
eso, no existe tal cosa como el “racismo al revés”. Cuando alguien no
tiene poder institucional para definir si te quita un espacio, una forma
de autodefinirte, o una oportunidad por tus rasgos fenotípicos, te
puede discriminar, sentirse superior a ti o tener un prejuicio en tu
contra. Pero el racismo es otra cosa: es una estructura narrativa de
verdad y de poder que, por el origen étnico y los rasgos aparentes,
elimina a grupos enteros de las posibilidades de la equidad, la
justicia, y la libertad. Una cosa es que te discriminen o tengan
prejuicios porque hablas francés –lo que no pasa de una anécdota
personal– y otra muy distinta es que, estructuralmente, México es una
nación racista porque los privilegios y el poder le están prohibidos a
los “prietos”.
El otro tema que hace ridícula la observación de que existe un
“racismo al revés” es la historia. Que yo sepa, ningún “no-prieto”,
“menos prieto”, “no tan naco” –en el país de las 23 combinaciones de las
castas coloniales todo lleva comillas– tuvo que soportar la esclavitud,
la encomienda o las limitaciones a acceder a la educación o a cargos de
autoridad. Y menos, ha tenido que aceptar que sean los privilegiados de
la casta superior los que definan su identidad. Y es que, acaso, la
discusión que anuló la banalización del término “racismo” al suponer que
podía existir como una estructura de doble vía, fue la de la
autodefinición. Fue el poder colonial el que inventó una clasificación
“naturalista” de los de abajo: criollo, mestizo, castizo, español,
zambo, zambo prieto, mulato, morisco, albino, saltapatrás, apiñonado,
cholo, chino, harnizo, harnizo prieto, chamizo, cambujo, lobo, jíbaro,
albarazado, zambaigo, campamulato y tente en el aire. Donde “español” no
es lo que dice, sino “español con mestizo que se casa con español”, y
donde “prieto” siempre es un escalón abajo de la pirámide de fuerza
institucional. En la cúspide, sólo los “peninsulares” –los nacidos en
España– eran el verdadero poder. Un poder transoceánico, tan lejano a
los súbditos como ahora los son Los Pinos de los barrios indígenas. Hoy,
siguen siendo los poderosos los que definen a los otros como “prietos”,
“nacos”, “lumpen” dentro de una estructura que les impide a éstos la
igualdad y la libertad. Lo demás son insultos, inaceptables porque
discriminan, pero no insuperables como sí es nuestra democracia de las
castas.
La definición del “prieto” –o del “moreno”– sigue siendo hoy la misma
que durante la Nueva España. Nuestra invisibilidad nos hace parte de la
“mayoría silenciosa”, el lugar donde rebotan las encuestas, donde las
estadísticas van mal, donde los discursos académicos de la ciudadanía
“verdadera” parece que no se entienden –siempre estará el problema del
idioma– o se mal interpretan o se miran con sospecha. Somos esos, los
“prietos”, de los que nunca se puede uno fiar, que están siempre al
borde de acuchillarnos traidoramente o llorar por un bolero o que, sin
asumir su compromiso con la productividad, se dejan caer al pie del
nopal ya privatizado, con un sombrero chino que nos tape del mediodía
desgastado por el cambio climático.
Esta columna se publicó el 18 de febrero de 2018 en la edición 2155 de la revista Proceso.
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