Christopher Landau
Julián
Nava, embajador de Estados Unidos en México entre mayo de 1980 y abril
de 1981, decía que la actividad diplomática estadounidense con su vecino
del sur era muy difícil y que, a menos que se conociera debidamente la
historia de la relación bilateral, no podía ser exitosa. Nava tenía
razón. Las relaciones entre México y Estados Unidos son
complejas, con distintos grados de dificultad, pero poseen también un
enorme potencial para desarrollarse de manera respetuosa, acomodando, en
la medida de lo posible, los intereses de cada una de las naciones
involucradas. Lo contrario también es cierto: es relativamente
sencillo que los vínculos sufran un marcado deterioro. De ahí que el/la
embajador (a) que representa a cada país ante el gobierno del otro, sea
una figura tan importante, puesto que en él/ella recae la
responsabilidad de la gestión política de la relación bilateral.
Los
embajadores pueden ser funcionarios de carrera, esto es, formados de
manera explícita en las artes de la diplomacia, o bien, nombramientos
políticos. Ríos de tinta se han dedicado a dilucidar qué perfil
profesional es mejor: hay quienes piensan que la diplomacia hay que
dejarla en manos de los diplomáticos. Los hay también, por otra parte,
quienes argumentan que la persuasión y la gestión política no es
privativa de quienes se formaron en las academias diplomáticas.
En
el caso de la relación entre México y Estados Unidos, hay una historia
de embajadores -los más- y embajadoras -las menos- cuya gestión ha sido
polémica, en algunas ocasiones muy lejos de lo “políticamente correcto.”
También ha habido embajadores que han buscado redireccionar la relación
por derroteros menos conflictivos. Estas afirmaciones no sólo aplican a
las figuras que han representado a Estados Unidos ante el gobierno
mexicano, sino también a connacionales que han fungido como embajadores
en Washington, si bien ese es tema para otra ocasión.
En
la memoria mexicana sobre el intervencionismo de EEUU figuran
personajes como Henry Lane Wilson, designado embajador de la Unión
Americana en México por el Presidente William Taft. Wilson presentó sus
cartas credenciales a Porfirio Díaz el 5 de marzo de 1910. Ante los
vientos revolucionarios y la caída de Díaz, Wilson se involucró
directamente en los acontecimientos de la tristemente célebre “decena
trágica” que derivó en el asesinato del presidente Francisco I. Madero,
del vicepresidente José María Pino Suárez y del asesor y hermano del
presidente, Gustavo A. Madero al igual que en el ascenso de Victoriano
Huerta al poder. Años después (1924-1927), James R. Sheffield representó
a EEUU en México, interviniendo en los asuntos internos nacionales,
criticando la política exterior de apoyo al movimiento revolucionario de
César Augusto Sandino en Nicaragua y deteriorando la relación con los
mexicanos sensiblemente.
Con todo, el
recientemente fallecido John Gavin -cuyo verdadero nombre era Juan
Vicente Apablasa Jr., que tenía antecedentes sonorenses, españoles y
chilenos y que murió el 9 de febrero de 2018- es el mejor ejemplo de un
embajador desconocedor de las artes de la diplomacia y poco medido en
sus acciones. Gavin fue designado embajador ante México por el
presidente Ronald Reagan, con quien tenía una estrecha amistad, habiendo
sido ambos actores de Hollywood y líderes del sindicato de actores de
aquella nación. Gavin llegó a México el 5 de junio de 1981 donde
permaneció hasta el 10 de junio de 1986, cuando Reagan tuvo que hacerlo a
un lado en medio del enorme deterioro que vivía la relación bilateral.
Gavin,
al frente de la embajada estadounidense, destacó por exaltar las
discordancias históricas entre los dos países, lo que hizo mella,
inscribiendo su nombre en la historia como el Henry Lane Wilson de la
década de los 80. Su relación con la prensa era mala. En medio
del neoconservadurismo y de la segunda guerra fría de Reagan, Gavin no
dejaba pasar ocasión para criticar la política exterior mexicana en
Centroamérica a través de la gestión del Grupo de Contadora -integrado-,
además, por Venezuela, Colombia y Panamá. Tras el asesinato del agente de la DEA Enrique Kiki
Camarena a manos de, presumiblemente, agentes de la Dirección Federal
de Seguridad (DFS) en 1985, Gavin se llenó la boca hablando de la
corrupción imperante y de la incompetencia de las autoridades mexicanas.
A su manera de ver, existía el temor de que el deterioro económico que
padecía el país -en el marco de la década perdida- se sumara a
la efervescencia guerrillera existente en Centroamérica y ello
desestabilizara a México, por lo que Gavin presionó fuertemente a las
autoridades nacionales en términos políticos y hasta económicos. No
sobra decir que el actor de Hollywood devenido en embajador creó muchos
más problemas de los que existían, razón por la que fue relevado,
enviando Reagan, en su lugar, a un empresario de la industria llantera,
Charles Pilliod, quien tuvo la tarea de encauzar la relación por aguas
menos turbulentas.
Durante
la presidencia de George Bush padre, la representación diplomática
estadounidense estuvo a cargo de John Dimitri Negroponte (1989-1993),
otra controvertida figura, que durante su paso por Honduras estuvo
involucrado en el escándalo Irán-contras, y a quien, en México,
se encomendó mejorar la cooperación con Estados Unidos para el combate
del narcotráfico y coadyuvar a la aprobación del Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (TLCAN). Eran los tiempos de la posguerra
fría, cuando, desaparecida la URSS, Estados Unidos parecía tener el
camino abierto para proyectar sin contrapeso alguno, sus intereses en el
mundo. Luego vino el nuevo siglo y con él, los ataques terroristas del
11 de septiembre de 2001, los que enturbiaron una vez más la relación.
El embajador estadounidense en turno era Jeffrey Davidow, quien
arribó al país en 1998, presenció la debacle del Partido Revolucionario
Institucional (PRI), el ascenso de Vicente Fox y el desafío de una
negociación migratoria entre México y EEUU, buscada por Bush Jr. y Fox,
pero imposible de concretar debido a la complejidad del tema y al
ambiente político post 11 de septiembre. Davidow terminó su
misión en 2002 y escribió sus memorias acerca de lo que presenció al
frente de la legación diplomática de su país en México. Davidow
caracterizó a la relación bilateral como la que existe entre un oso y un
puerco espín: Estados Unidos es el oso, un animal grande, tope, que
puede causar daño incluso sin proponérselo. México es el puerco espín,
un animal temeroso, en alerta permanente, resentido, que espera casi
siempre que el oso le haga daño.
Davidow, independientemente de servir a los intereses de EEUU, desarrolló una gestión pulcra y profesional,
no obstante las turbulencias que azolaron a la relación bilateral -por
ejemplo, ante la tardía respuesta de Fox para enviar condolencias a EEUU
tras los ataques terroristas. Su sucesor fue el empresario texano Tony
Garza, amigo y aliado de George W. Bush y que estuvo al frente de la
embajada estadounidense de noviembre de 2002 hasta el 20 de enero de
2009. En 2005 contrajo nupcias con la empresaria mexicana María Asunción
Arambuluzavala de quien se divorció en 2010. ¿Conflicto de interés? A
comparación de lo que le pasó a su reemplazo, Carlos Pascual, Garza se
retiró tranquilamente con la distinción del águila azteca en sus
bolsillos.
En contraste,
Pascual, nombrado como embajador por el Presidente Barack Obama -llegó a
México el 9 de agosto de 2009 y tuvo que irse el 19 de marzo de 2011-,
enfrentó una de las situaciones más difíciles de que se tenga memoria en
la historia reciente de la relación bilateral. Percibido como experto en Estados fallidos, el
gobierno mexicano consideró insultante su designación, por interpretar
que, a los ojos de Washington, México era o estaba en vías de
convertirse también en Estado fallido. Pero
los problemas no pararon ahí. Pascual empezó a cortejar a Gabriela
Rojas, hija de Francisco Rojas, líder de la fracción priísta en la
Cámara de Diputados. Gabriela era también ex esposa del jefe de asesores
de Calderón, Antonio Vivanco. Por lo tanto, el Presidente mexicano,
molesto con ese noviazgo, veía a Pascual crecientemente con recelo.
Para
la mala fortuna de Pascual, la divulgación de cables confidenciales que
remitió a Washington -como parte de sus tareas diplomáticas- y que
fueron dados a conocer públicamente a través de Wikileaks, fue
muy mal recibida por el mandatario mexicano Felipe Calderón. Se estima
que esas filtraciones fueron un duro golpe para las relaciones de
Estados Unidos con diversos países del mundo, pero en el caso mexicano,
el problema escaló al punto de que el presidente Calderón pidió tanto a
la canciller Hillary Clinton como al propio Barack Obama, la cabeza de
Pascual. Obama cedió y mandó como reemplazo a Anthony Wayne, un
diplomático experimentado del Departamento de Estado, quien fuera
previamente embajador de su país en Argentina. Cuando Wayne terminó su
mandato y se jubiló el 31 de julio de 2015, Obama nominó a una de las
grandes expertas en asuntos hemisféricos del Departamento de Estado, Roberta
Jacobson, que en su currículum tiene el crédito de haber sido artífice
del establecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados
Unidos. Hábil diplomática, conocedora de América Latina, llegó a
México el 5 de mayo de 2016, tras una tortuosa ratificación que demoró
cerca de un año -justamente porque los republicanos le reprochaban el
trabajo efectuado para normalizar las relaciones con La Habana. Su
gestión fue breve, dado que arribó a México en el mismo año en que
Donald Trump obtuvo la victoria en las elecciones presidenciales de
EEUU. Los dichos de Trump contra México generaron fricciones entre aquel
y Jacobson, quien debía encontrar la manera de disculpar las ofensas
del mandatario republicano, hasta que, en mayo de 2018, dio por
terminada su misión, tras una carrera de 30 años en el servicio exterior
de su país. Jacobson, a pesar de su breve paso por México, fue popular y
no en pocas ocasiones se reconoció su trabajo a favor de la relación
bilateral aun cuando el contexto político no le favoreció.
Así,
la embajada estadounidense quedó acéfala por espacio de un año. Donald
Trump buscó un reemplazo para Jacobson en las filas republicanas.
Inicialmente favoreció a Edward Whitacre, ex presidente de las
corporaciones General Motors y ATT y amigo personal de
Trump. Su designación parecía apropiada -aun cuando no tiene
conocimientos de diplomacia-, debido a su experiencia en negociaciones
económicas y comerciales, amén de haber sido socio de Carlos Slim, hecho
difícil de ignorar. El advenimiento de la negociación y eventual
ratificación del Tratado México-Estados Unidos-Canadá (TMEC), hacían que
el empresario fuera una buena opción. Desafortunadamente para Whitacre,
su designación como embajador en México ya no se concretó, debido a la
salida de Rex Tillerson -el 31 de marzo de 2018- como titular del
Departamento de Estado en el vecino país del norte.
Fue
así que emergió la figura de Christopher Landau, abogado con nula
experiencia diplomática, aunque es hijo de George Landau, quien fuera
embajador estadounidense en Chile, Perú y Paraguay. Nacido en España y
con estudios de abogacía en Harvard, Christopher Landau ha hecho una
respetable carrera en bufetes privados, habiendo tenido clientes como
Puerto Rico, British Petroleum, empresas de biotecnología, etcétera.
Asimismo, al egresar de Harvard, Landau trabajo en la Suprema Corte de
Justicia a las órdenes de dos de los jueces más conservadores de que se
tenga memoria: Clarence Thomas y Antonin Scalia.
Ratificado
por el Senado estadounidense el 1 de agosto pasado, se espera su
llegada a México en los siguientes días. Landau deberá hacer frente a
uno de los momentos más tensos en la relación bilateral, donde destacan
la crisis migratoria, la ratificación, por parte del Congreso
estadunidense, del TMEC y los crímenes de odio perpetrados en el pasado
fin de semana, en que al menos dos decenas de mexicanos perdieron la
vida en lo que la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) de México
considera como actos de terrorismo contra los connacionales. Con una
agenda así, se espera que Landau eche mano de todo el oficio político
que tenga, para mediar entre los insultos y la retórica anti-mexicana de
Trump y el gobierno de López Obrador. Si bien no parece tener el perfil
para gestionar semejante agenda, hay que darle el beneficio de la duda.
Después de todo es una buena noticia que, tras más de un año desde la
partida de Roberta Jacobson, Trump haya decidido elevar la relación con
México al nivel de embajador, no de un encargado de negocios. Al tiempo.
https://www.alainet.org/es/articulo/201446
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