Gustavo De la Rosa
Desde Juárez sólo me atrevo a comunicar los sentimientos, las
angustias, las tristezas y el golpe que representó a nuestra moral
comunitaria y a la convicción de que Juárez y El Paso somos una misma
ciudad, apenas dividida por un río y un muro, el ataque armado que cobró
al menos 22 vidas y dejó 24 lesionados en un centro comercial de esta
pequeña ciudad norteamericana, la más segura de Estados Unidos.
Todos llegamos aquí desde muy lejos y somos las mismas personas,
familias, la misma cultura y los mismos idiomas, un español lleno de
americanismos y un inglés lleno de mexicanismos; estamos demasiado cerca
como para ser objetivos y demasiado adoloridos para poder reflexionar.
Sólo podemos expresar lo que sentimos durante y después del hecho;
esa primera incredulidad y sorpresa al escuchar de otras bocas lo que
sucedía; la negación de lo registrado y reportado por los noticieros; la
ira y coraje al saber el número de víctimas y lo que movió al tirador a
cometer tal acto de terrorismo supremacista; la decepción de entender
que, en el país más avanzado del norte de América, un sujeto pueda
asesinar a decenas asegurando que está deteniendo una invasión y
revelando así que la demencia racial se ha vuelto colectiva, justificada
con mensajes de odio.
La angustia de marcar los números, que no contestan, de familiares,
que son muchos, y amigos, que son más, que viven en El Paso y la
profunda tristeza y dolor cuando se van conociendo, poco a poco, los
nombres de los que murieron y de los lesionados: una maestra de la
universidad y esposa de un alto funcionario miembro de una familia
cercana desde hace varias décadas; los hijos de dos matrimonios
conocidos con los que se platicó por lo menos del clima, el dólar y la
política, y la esposa de un empresario destacado.
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