Dolia Estévez
Washington, D.C.–México está indignado. Sus ciudadanos fueron
masacrados por un individuo que odia a los migrantes, mexicanos y
mexicoamericanos. Un supremacista blanco que cree que la comunidad
hispana en El Paso es una plaga que amenaza con infestar la raza blanca;
que es una “invasión” de gente de piel morena que merece el exterminio
como los judíos bajo Hitler.
Lo tragedia en El Paso, ciudad ejemplo de la unión ancestral de dos
pueblos siameses, fue un acto de terrorismo estocástico anunciado. La
retórica de un individuo incitó a la acción de otro individuo contra una
minoría. En años recientes, ha habido ese tipo de terrorismo contra
negros, judíos, gays y musulmanes. Ya nos tocaba.
La violencia y el racismo han sido parte de la vida de este país
mucho antes de que naciéramos. No es la primera vez que los políticos
usan el miedo a una supuesta pérdida de identidad blanca para instigar
racismo. La narrativa ha estado presente en la política por
generaciones. Ayer, la xenofobia era contra migrantes irlandeses,
italianos, japoneses y chinos. Hoy contra la población latina. La idea
de que una sociedad multicultural y multiétnica amenaza los valores
“americanos” de libertad y democracia es una falacia de más de un siglo.
Lo que vuelve más oneroso esa realidad es que el mensaje viene de la
Casa Blanca. Trump no inventó el racismo, per sí lo puso en el centro
del debate político. Legitimó el odio de grupos e individuos racistas y
los sacó de la sombra. Diariamente vemos a conductores y comentaristas
de Fox News destilar racismo. Publicaciones e individuos como Breitbart y
Lou Dobbs vomitar encono que retroalimenta a las redes del odio.
“Infestación”, “invasión”, “monstruosidad”, “regresen a donde
vinieron”, “violadores”, “criminales”, “animales”. Son vocablos
habituales en la cuenta de Twitter de Trump y en arengas ante sus
fanáticos. En 2018, los crímenes de odio aumentaron 9 por ciento. En un
manifiesto que publicó en 8chan, plataforma favorita del extremismo, el
asesino de El Paso sentenció: “Estoy defendiendo a mi país de un
desplazamiento cultural y étnico provocado por una invasión”. Las
palabras tienen consecuencias.
Mucho antes de que Trump asumiera la presidencia, Samuel Huntington,
el finado politólogo de Harvard, anticipó lo que pasó en El Paso. En
escritos premonitorios, pronosticó el surgimiento de un movimiento
antiinmigrante que llevaría a una disputa doctrinal en las primeras
décadas del siglo 21. Es decir, ahora. En una entrevista que le hice en
2004, cuatro años antes de su muerte, Huntington me dijo que Estados
Unidos era un país “desgarrado” entre dos culturas–la anglosajona
protestante y la mestiza católica. Presagió un choque de civilizaciones
por la negativa de millones de mexicanos a “asimilarse” a la cultura
anglosajona.
La reacción del gobierno de México a la masacre fue inmediata.
Marcelo Ebrard manifestó su “rechazo y condena” al “acto de barbarie”.
Anunció que enviaría una nota diplomática al Departamento de Estado para
que Washington fije una “posición clara contra los crímenes de odio”.
Ni una palabra sobre el elefante en el cuarto. Además, amenazó con
buscar la extradición del presunto culpable para juzgarlo por
terrorismo, así como tomar acción legal contra la armería que le vendió
el arma.
Si bien el anuncio de Ebrard fue un oportuno ejercicio mediático, las
dos últimas medidas no son viables en el mundo real. Extraditar al
asesino para juzgarlo en un sistema judicial disfuncional, con
alarmantes índices de impunidad como el mexicano, es un disparate. El
fiscal en El Paso ya dijo que se pedirá la pena capital. México no tiene
pena de muerte. Estados Unidos jamás aceptará un castigo menor a la
ejecución. Particularmente en Texas. Más bien parece un intento por
reivindicar la extradición de El Chapo. Ojo por ojo, diente por diente.
Irse contra la armería también es un disparate, pero a medias. No
está claro cual sería el fundamento legal del gobierno de México a no
ser que busque coadyuvar en una demanda interpuesta por los heridos y
familiares de los muertos. El arma fue comprada legalmente. En todo
caso, sería una batalla desgastante y eterna, con escasas posibilidades
de éxito. De mayor utilidad es demandar directamente a las armerías e
individuos que venden arsenales de armas de alto calibre a
intermediarios que las trafican a los carteles mexicanos.
“Creo que es lo primero que se les ocurrió. México es un país de
ocurrencias y la administración de López Obrador ha mostrado una
inclinación por ellas”, me dijo Tony Payán, director del Centro México
del Instituto Baker de la Universidad Rice en Texas.
Para Payan, crítico de la “política de apaciguamiento” de AMLO, el
gobierno mexicano no tiene la “determinación de reconocer abiertamente
que el discurso antinmigrante y antimexicano es algo que viene de la
Avenida Pennsylvania #1600 [domicilio de la Casa Blanca]. Todo lo demás
que haga, me parece dar palos de ciego”.
Payan casualmente llegó el sábado a El Paso para hacer una
investigación. Encontró una comunidad sacudida. “Hay una conciencia muy
clara de que este ataque fue motivado no por un tema de salud mental o
por deseos de quedar plasmado en los libros de historia, sino porque es
una comunidad mexicoamericana”. Más de 80 por ciento de la población es
latina. El asesino sabía. Recorrió cientos de kilómetros para alcanzar
su objetivo.
@DoliaEstevez
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