Año tras año, desde el 6
de junio de 1994, fecha de su nacimiento, Tlachinollan ha tomado la
radiografía de los derechos humanos en la Montaña de Guerrero y en el
estado, con la precisión de un especialista. Explorar los 25 informes
anuales que ha elaborado desde entonces (más de 6 mil 250 cuartillas) es
como sumergirse en el voluminoso expediente de un enfermo terminal que,
sorprendentemente, encuentra inspiración y fuerzas para enfrentar su
mal.
La Montaña de Guerrero es una región de pésimos caminos mal
comunicados, a la que es difícil llegar desde otros lugares de la
entidad. En la mejor tradición del colonialismo interno, se construyó
una magnífica vía rápida entre la Ciudad de México y Acapulco, emblema
turístico del alemanismo, pero el resto de la red de caminos (salvo
contadas excepciones) es precario y deficiente. Muchos se hicieron para
sacar la madera, el café o la jamaica, pero no para comunicar a sus
habitantes. A pesar de ello y de que su sede está en Tlapa, el centro de
derechos humanos ha extendido su labor a casi todo el estado.
Guerrero ha vivido desde la década de los 60 del siglo pasado, luchas
cíclicas por los derechos cívicos y contra el caciquismo y grandes
movilizaciones gremiales (por la copra, el café o la madera) o
magisteriales, universitarias y estudiantiles, a las que los gobiernos
en turno han respondido, invariablemente, con una fuerte represión. La
respuesta popular a la violencia gubernamental ha sido, en distintos
momentos, la formación de grupos armados. Con nombres y rostros
distintos, la guerra sucia y una especie de Estado de excepción
permanente se han instalado en la entidad desde hace casi 60 años. Como
lo muestra el asesinato de 10 integrantes del Concejo Indígena
Popular-Emiliano Zapata (CIPO-EZ) en los últimos cinco meses, esta guerra sucia sigue.
Los 25 informes de Tlachinollan muestran la compleja dialéctica
existente entre los procesos de autoorganización popular en el estado
(en la Montaña y Costa Chica preponderantemente a cargo de pueblos
originarios y afrodescendientes) y la represión gubernamental. La
violencia oficial ha logrado contener, fracturar y (en algunos casos)
extinguir la lucha, pero no ha podido arrancar de raíz la resistencia.
Guerrero es una entidad militarizada, sobre todo en las regiones de
Montaña y Costa Chica. El Ejército ha sido responsable allí de varias
masacres, desapariciones, torturas, intimidaciones, detenciones
arbitrarias y violación de mujeres. De la mano de los soldados, como
parte de una guerra de contrainsurgencia, las instituciones de salud
esterilizaron a hombres de comunidades en lucha.
A partir de febrero de 2009, este modelo represivo comenzó a modificarse. Con el secuestro y la ejecución de
los indígenas Raúl Lucas Ponce y Manuel Ponce Rosas, la eliminación de
los luchadores sociales pasó a ser obra ya no de integrantes de las
fuerzas armadas, sino de sicarios del narcotráfico. Se replicó así el
modelo que Ulises Ruiz echó a caminar en 2006, para enfrentar a la
Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), en el que, de la mano,
policías y criminales, pusieron en práctica caravanas de la muerte y
asesinato selectivo de dirigentes. La interminable lista de líderes
sociales guerrerenses ultimados por narcoparamilitares en los
últimos 10 años, y que se mantiene durante la Cuarta Transformación, es
una muestra de que estos crímenes son continuidad de una guerra sucia que no quiere decir su nombre.
Los 25 informes anuales de Tlachinollan son, también, testimonio vivo
de la apuesta de un grupo de hombres y mujeres, encabezados por el
antropólogo Abel Barrera, por conjurar la maldición del eterno retorno
de los ciclos de resistencia-represión-insurgencia y militarización. El
centro de derechos humanos ha buscado transformar la naturaleza de la
confrontación político-social en la entidad a través de la promoción y
defensa de los derechos humanos y de un esquema de intermediación nada
neutral, que toma explícitamente partido por los de abajo.
Esta labor ha propiciado que los integrantes de Tlachinollan hayan
sido acusados por militares, políticos y caciques de ser los
articuladores de la inconformidad popular e, incluso, de ser el
brazo civilde organizaciones armadas. Nada más alejado de la realidad. Por supuesto, Tlachi ha documentado y denunciado la militarización de la entidad. Ha llevado a tribunales internacionales los crímenes cometidos por el Estado mexicano. Pero su propósito ha sido el de, con y desde la gente, buscar darle salida pacífica y negociada a conflictos, y crear un marco para la solución de las controversias.
Hacia el futuro, los retos en la defensa de los derechos humanos son enormes. En su último informe, Tlachinollan advierte:
Del nuevo gobierno depende que los pueblos indígenas se incorporen a esta Cuarta Transformación, siempre y cuando sean tomados en cuenta como sujetos de derecho y no como simples seres que son utilizados por los gobiernos para justificar su proyecto político, por encima de las demandas de justicia y trato igualitario. La historia que han escrito desde hace siglos está íntimamente vinculada con la defensa de su territorio y su organización autónoma. Lo han hecho en todo momento a costa de su vida. Más claro, imposible.
Twitter: @lhan55
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