La Jornada
Editorial
La veintena de víctimas fatales que produjo ayer un tiroteo masivo en un centro comercial de El Paso, Texas, engrosa la desmesurada cifra de personas que pierden la vida por atentados de este tipo en Estados Unidos. Apenas el pasado lunes 29 de julio, David Brooks, corresponsal de La Jornada en ese país, contabilizaba este año 247 ataques armados contra civiles en distintos puntos del territorio estadunidense llevados a cabo por uno o más tiradores cuya característica común –además de su agresividad– es su juventud. En efecto, la nueva masacre, que vendría a ser la número 248, habría corrido por cuenta (según informaciones todavía fragmentarias) de un joven de 21 años, aparentemente detenido por la policía local.
Las estadísticas eventualmente pueden variar; lo que permanece inalterable es el hecho de que ni la recurrencia de las matanzas ni la escandalosa cantidad de muertos y heridos que dejan, son suficientes para que los sucesivos ocupantes de la Casa Blanca decidan adoptar alguna medida que al menos les permita ejercer mayor control sobre el nutrido armamento que inunda EU. El verbo inundar no es exagerado: en esa nación hay 88.9 armas por cada 100 habitantes, y el número de armerías establecidas formalmente en todo el país ronda los 130 mil. A esos negocios deben sumárse los vendedores informales y las transacciones originadas en los llamados gun shows (espectáculos de armas) que se celebran en los estados más permisivos, donde coleccionistas y acaparadores aprovechan para mercar sin control su mortífero arsenal.
Los resultados de esas transacciones no se hacen esperar: en EU cada año 36 mil 383 personas mueren por efectos del uso intencional de armas de fuego (22 mil por suicidio y el resto por homicidio). En otras palabras, las matanzas como la registrada ayer en El Paso acaparan el interés de los medios y quizá remuevan en parte la conciencia colectiva estadunidense; pero en todo caso representan casos extremos de una mecánica criminal que no se detiene nunca.
El mero volumen del armamento intranquiliza, pero la facilidad con que los ciudadanos de nuestro vecino del norte pueden acceder a él le da a la cuestión un tono explosivo. En las tiendas de armas de muchos estados, para adquirir por ejemplo un fusil de asalto AR15, arma que en años recientes ha desplazado al M16 (una variante menos sofisticada de aquél) para la comisión de asesinatos masivos, sólo es preciso acreditar ser mayor de 21 años, presentar una licencia de conducir y llenar un formulario en el que el comprador declara, entre otras cosas, que no toma antidepresivos ni padece una deficiencia mental. Unos pocos estados, California entre ellos, prohíben la libre venta de armas de alto poder (como el M16, AR15o AK47) y condicionan a un permiso la de armas ligeras; pero en general la venta de armas cuenta con el aval de la segunda enmienda constitucional de EU que data de 1791, cuando las circunstancias históricas del país no tenían nada qué ver con las de ahora (“…es necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre”, dice el texto).
Si lo anterior no bastara para configurar un panorama social extremadamente grave, está la cuestión de las motivaciones, que en este caso parecen ser, como en otros anteriores, abiertamente racistas y antimigrantes, en consonancia con el discurso del presidente Donald Trump, cuyas siniestras resonancias respaldan (aunque oficialmente condene los hechos) toda la estupidez y la barbarie que evidencian masacres como la de ayer, que también privó de la existencia al menos a tres compatriotas.
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