Abel Barrera Hernández*
La Jornada
Nací sobre piso de tierra, donde mi madre en cuclillas y con ayuda de una partera me recibieron. El Xi’ña
del pueblo subió con mi padre ocho días antes al cerro de San Marcos
para presentar la ofrenda y pedir que llegara al mundo sin tristeza. La
lumbre del fogón fue mi guardián durante 40 días. De acuerdo con la
costumbre, mi padre visitó a uno de los sabios para consultar el lugar
sagrado donde presentaría mi ofrenda. Fue en el cerro del Gachupín donde
por primera vez llevaron el presente a mi nahual que es mi protector.
Para los mestizos es un ser maligno, sin embargo, para mí es como el
espíritu del cerro que me da fuerza para trabajar en la tierra.
De pequeño mi madre me envolvía en su rebozo y me acostaba bajo la
sombra de un encino. Ella trabajaba con el espeque con mi papá y mis
hermanos. Era una gran fiesta cuando cosechábamos los primeros elotes;
para mí sigue siendo una delicia saborear los elotes tiernos. No cabe
duda que el maíz es nuestra cultura porque nos hace crecer físicamente,
pero también comunitariamente. Hacemos la fiesta a San Miguel y son las
niñas y nuestras abuelas las que visten a la milpa y bailan con ella. El
Xi’ña presenta la ofrenda para agradecer a las nubes, al
viento y a la lluvia por todo el trabajo que hicieron. Las despide con
agua bendita para que se vayan contentas y regresen al siguiente año.
Me acuerdo muy bien cuando empecé a descubrir en medio de la milpa
algunas plantas de amapola. Comprendí rápido que no era una planta
sagrada, más bien era una flor como hechizada, porque es muy bonita,
pero también muy peligrosa. La primera vez que me animé a rayar
fue cuando le saqué filo a una lata de chiles en vinagre. Vi que estaba
filosa como las latas que llevaban mis amigos. El primer rayón lo hice
mal, porque no hice el rayado suave y se hundió más de lo normal. Me
regañaron porque me dijeron que por mi culpa se iba a podrir la bola. Me
sentí culpable porque sé lo que cuesta recolectar un gramo de goma. Ya
no quise seguir, me senté bajo un encino como cuando era chiquito. Así
estuve varios días, hasta que mi hermano mayor me animó y luego de ver
cómo le hacían perdí el miedo. Ya llevo varias temporadas haciendo este
trabajo. Las cicatrices de mis manos me delatan y también las manchas y
el aroma que se me han impregnado.
Fue una infancia difícil, muy desgarradora; crecí en las huizacheras
cuidando chivos, saltando las faldas de los cerros. Jugaba con ellos,
pero me iba mal cuando se alejaba alguno de la manada. Me hacían ver mi
suerte si no llegaba con todas los animales, no me la perdonaban.
En la escuela lo único que aprendí fue a conocer historias sobre cómo
los que se iban a la ciudad ganaban mucho dinero, pero también empecé a
escuchar historias de narcos. Se me hicieron apasionantes
cuando vi las primeras películas. Las armas, esas si las conozco de a
deveras, no como con las que juegan los niños de la ciudad que son de
plástico. También conozco las básculas donde pesan la goma. Aprendí a
pesar mejor en mi casa que cuando me enseñaba el maestro. A pesar de los
sacrificios, lo único que tengo en el cuarto donde vivo es una mesa
para comer, un colchón para dormir y picos y palas para trabajar. En
cada temporada de secas cortamos adobe para reparar la casa. Siempre
tenemos que cambiar las láminas de cartón porque no nos alcanza el
dinero para comprar láminas galvanizadas. Ahora estamos peor, porque el
maíz sólo carga cuando le ponemos fertilizante, y para acabarla ni eso
nos ha llegado. Tampoco logro entender qué pasó con el precio de la
goma. Antes con ese dinero nos compraban ropa y huaraches. Los niños nos
dabamos el lujo de ir a la tienda a comprar sopa Maruchan y Coca Cola.
Los grandes celebraban con cerveza.
Ya no hay dinero en el pueblo porque la goma no tiene precio. Los
programas que había con el PRI nos los quitaron. Lo peor que le ha
pasado a mi familia, es que a mi hermano el grande lo detuvo la Migra.
Mi mamá lloró, no sólo porque está en la cárcel, sino porque ya no
podrá ir a recoger los 4 mil pesos que cada mes le mandaba por Elektra.
Pensaba ir a estudiar a la ciudad, pero no nos alcanza ni para la
inscripción. Mejor me voy a ir a San Quintin, al corte de pepino, aunque
no sé si voy a juntar para el pasaje.
Me dio mucha tristeza ver los cuerpos de mis amigos que apenas
llegaron al pueblo. Sus familiares no pudieron verlos porque les dijeron
en Chilpancingo que estaban irreconocibles, descuartizados. Nos habían
dicho que les iba bien, pero casi nadie sabía a qué se dedicaban. Dicen
que eran sicarios, pero la verdad nadie creería que eso es cierto. Fue
muy triste porque ni siquiera los velaron. Dicen que los del gobierno
maltrataron a sus parientes porque creyeron que eran parte de esas
bandas. Hemos sabido de jóvenes que salen al norte o a la sierra y que
hoy están desaparecidos. No sé si mejor caer en garras de los gringos o
de los narcos.
Te cuento esta historia porque me preocupa que las nuevas
generaciones de la Montaña sigan sumergidas en la pobreza y que los
niños en lugar de ir a la escuela tengan que ir a rayar al
campo o que los jóvenes dejen de estudiar y ya no aspiren a cursar una
licenciatura, para enrolarse en las filas del sicariato. Es difícil
romper el círculo de violencia que nos deshumaniza. No vemos cómo salir
de este laberinto de la pobreza y cómo hacer valer nuestros derechos.
Desde que conocí al equipo de Tlachinollan entendí la importancia de
nuestra vida en la comunidad, valoré todos los saberes de nuestros
abuelos. Nuestra defensa del territorio es una lección que hemos dado a
los empresarios que sólo piensan en riquezas. Como jóvenes nos han
satanizado y lo peor es que nos han condenado a vivir bajo la metralla.
Quiero decirles que los derechos humanos en la Montaña es el nuevo
rostro que han esculpido los pueblos con su lucha diaria, es la sangre
de nuestros hermanos caídos que han dignificado nuestra memoria y han
roto las cadenas del oprobio. En medio de las tormentas por la justicia,
con un gran orgullo puedo decir
Montaña, llena eres de esperanza.
* Director del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan
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