Edditorial
Los problemas educativos que afronta
México abarcan diversos campos, que van desde una infraestructura
siempre deficitaria hasta la inadecuación de los contenidos curriculares
en los planes de estudio, pasando por las dificultades que aquejan a
los docentes y la perenne escasez de presupuesto, todo lo cual ocasiona
resultados insatisfactorios y altas tasas de deserción, entre otras
cosas.
Pero dentro de ese cuadro general, casi en constante observación y
búsqueda de mejoramiento, hay un área que está particularmente urgida de
una revisión seria y de razonadas medidas correctivas.
Se trata de la educación indígena, afectada por los índices de
aprendizaje más bajos del sistema educativo nacional, así como por el
porcentaje más elevado de alumnos reprobados y que abandonan
prematuramente su proceso de formación escolar.
La consideraciones vertidas por Javier López Sánchez, titular de la
Dirección General de Educación Indígena (DGEI) de la Secretaría de
Educación Pública, señalan que en el gobierno hay consciencia de la
magnitud del problema y de la necesidad de desarrollar una estrategia
concreta para resolverlo; pero también evidencian que la tarea no es
sencilla, pues las fallas vienen de muy atrás en el tiempo y son parte
de un sistema que no ha sido sensible a los requerimientos de una
sociedad como la nuestra, especialmente diversa en lo lingüístico y lo
cultural.
Lo peor del caso –como apunta el director de la DGEI, en entrevista publicada hoy por La Jornada–
es que a lo largo de tiempo, y hasta hoy, los exiguos resultados
obtenidos en este sector de la educación han sido atribuidos a un
presunto
déficit de aprendizajede los niños indígenas, con lo que ésta viene a resultar doblemente perjudicada: por la deficiente preparación escolar que recibe y por aparecer como culpable de la misma.
Así es como el sistema educativo –al que el lingüista López Sánchez caracteriza atinadamente de
excluyente, asimétrico y homogeneizante– ha intentado justificar su incapacidad para adaptar su forma de impartir conocimientos a niños que poseen un entorno cultural propio, lenguas maternas que generan sus propios esquemas conceptuales, y contextos sociales más vulnerables que los que tienen los educandos no indígenas del país.
Ha sido y es, en palabras del entrevistado,
una escuela que ha hecho sentir a los niños (indígenas) que su lengua y su cultura no sirven, no funcionany ha homogeneizado sus contenidos como si todos los niños y niñas de México vivieran en idénticos ámbitos y circunstancias. Los desafíos que entraña la labor de cambiar esta situación no son pocos ni fáciles de superar.
Alrededor de 60 por ciento de los maestros que dan clases en las
escuelas indígenas ni siquiera hablan la lengua de la comunidad en que
se halla su escuela, con lo que el alumnado recibe información en un
idioma que en el mejor de los casos entiende sólo parcialmente. No es
difícil imaginar cuál es la eficacia de semejante aprendizaje.
Consecuencia directa de esto es la notoria escasez de jóvenes
egresados de escuelas normales capaces de impartir clases en el amplio
abanico de lenguas indígenas que hay en el país (que suman 68), a lo que
habría que agregar la virtual inexistencia de libros en esas lenguas,
porque rara vez ha habido presupuesto oficial para su elaboración.
Resulta auspicioso que el próximo mes de septiembre las escuelas
indígenas de la República vayan a disponer de libros de ciencia y
narrativa en cada una de las lenguas existentes, y que apoyarán a
alumnos en diferentes etapas de su formación escolar, en lo que parece
constituir un primer paso para corregir una situación de inequidad que
en la actualidad afecta a casi millón y medio de niñas y niños
mexicanos.
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