La Jornada
Desde ayer, el planeta encara un aumento en el riesgo de verse envuelto en una conflagración a gran escala de resultados catastróficos debido a decisiones tomadas en la Casa Blanca de Donald Trump.
Se trata de una crisis anunciada: en octubre de 2018, el mandatario estadunidense informó que su país se retiraba del Tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio con Rusia (INF, por sus siglas en inglés); en diciembre, el secretario de Estado, Mike Pompeo, dio un ultimátum a Moscú para plegarse a las exigencias de Washington, y el primero de febrero, ante la esperada negativa del Kremlin, el mismo funcionario emitió el aviso formal de retiro que cobró efecto seis meses después.
El tratado estipulaba la destrucción y la renuncia a desarrollar nuevos misiles balísticos y crucero lanzados desde tierra con capacidad de transportar cabezas nucleares cuyo alcance fuera de entre 500 y 5 mil 500 kilómetros, por lo que era un elemento crucial del equilibrio militar entre las dos superpotencias atómicas; su ruptura supone el reinicio de la insensata carrera armamentista que marcó a la segunda mitad del siglo XX.
Signado entre Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov en 1987, durante los últimos años de existencia de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el tratado respondía a una realidad que amenazaba a ambos bandos con un riesgo de aniquilación total: para entonces, tanto el bloque soviético como el liderado por Estados Unidos en el marco de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), poseían una cantidad de armas nucleares y unas capacidades tecnológicas para lanzarlas que, en caso de una confrontación, en pocos minutos las principales ciudades del viejo continente –a ambos lados de la Cortina de Hierro– se encontrarían arrasadas y el planeta habría recibido un daño ambiental irreversible debido a la radiación.
Al margen del cruce de acusaciones y recriminaciones mutuas entre la Casa Blanca y el Kremlin por presuntas violaciones al tratado –las cuales se remontan a la primera administración de Barack Obama, hace casi una década–, lo cierto es que con la ruptura del INF el gobierno de Trump prosigue su senda de aislamiento y unilateralismo a expensas de la paz y el bienestar globales. En efecto, no puede pasarse por alto que a esta decisión la preceden el retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París sobre cambio climático, así como el rompimiento del acuerdo alcanzado por la pasada administración demócrata con Irán, Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemania para garantizar que el programa nuclear de la nación petrolera se ciñera a propósitos civiles.
Para colmo, la reapertura de la competencia por desarrollar armamentos más mortíferos y de acción más rápida que los de la potencia rival, se produce en una era marca-da por la posibilidad de vulnerar por medios informáticos los sistemas de defensa de cualquier nación, por poderosa que sea. Es decir, al riesgo de que los Estados usen de manera insensata sus capacidades bélicas, se une el de que cualquier individuo con conocimientos avanzados de cómputo y encriptación active los sistemas misilísticos y desate una catástrofe irreversible, una realidad que debería obligar a gobernantes y militares a sopesar con la máxima cautela cualquier avance en materia armamentística.
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