Un maltratador siempre es un mal padre… Nadie
entendería que un vecino que maltrata al resto fuera un buen vecino, por
muy bien que cuide la comunidad, ni que un profesor que golpea a sus
alumnos pueda ser un buen maestro, aunque aprendieran mucho con él, sin
embargo, como podemos ver a diario, sorprenden las numerosas voces que niegan la idea de que un maltratador pueda ser un mal padre,
al tiempo que separan el ejercicio de la paternidad del maltrato, como
si este fuera algo diferente o se desarrollara en contextos distintos.
Lo relevante de estas posiciones no es que nieguen la mayor, como
suelen hacer en su argumentación sobre la violencia de género cuando
recurren a las “denuncias falsas” y afirman que el 80% lo son, sino que
en este caso tratan de justificar la compatibilidad del maltrato con la buena paternidad.
Según estas posiciones machistas se puede ser un buen padre y
maltratador, o lo que es lo mismo, se puede ser maltratador y al mismo
tiempo ejercer una buena paternidad. Para entender esta asociación
utilizan diferentes ideas y razones, veamos algunas:
- Levantan un muro entre la madre y los hijos e hijas, como si fueran parte de mundos diferentes, y buscan hacer creer que la violencia sólo se ejerce sobre la madre, cuando en realidad también la aplican sobre los hijos como parte de sus ideas a la hora de resolver los problemas. La Macroencuesta de 2011 revela que hay 840.000 niños y niñas que viven en hogares donde el padre maltrata a la madre, de los cuales 517.000 sufren agresiones directas. Es decir, del total de menores expuestos a la violencia de género el 61’5 % sufre además ataques directos.
- Quieren hacer entender que violencia es agresión y que agresión es conducta física, de manera que como los golpes se dan a la madre los menores, dicen, no se ven afectados por ellos. No quieren reconocer que la exposición a la violencia, vivir en ese ambiente terrorífico de los golpes, pero también de los gritos, las amenazas, los gestos, la violencia simbólica… puede dañar más que una agresión física en sí. Y ese ambiente aterrador es la clave para imponer el control dentro de la relación y familia, y el responsable en gran medida de que no puedan salir de la relación violenta por el miedo a las consecuencias tras la constatación de la realidad violenta del día a día. Muchas madres dicen sobre la violencia que viven lo de “aguanto por mis hijos”, y los menores también refieren su experiencia de forma gráfica, como una niña de unos 6-7 años que decía: “Cuando estoy en casa con mi madre soy muy feliz, pero cuando llega mi padre es como si entrara una corriente de aire frío”.
- Intentan hacer creer que una madre maltratada, con todo el daño físico y todas las consecuencias psicológicas que origina la violencia, con el miedo que vive a que se produzcan nuevas agresiones, y el pánico a que cada una de esos ataques se traduzca en una agresión hacia sus hijos e hijas, es capaz de mantener una actitud completamente normal, como si no sufriera violencia, y que la dinámica familiar tampoco se ve afectada por dicho ambiente violento.
- Pretenden que no nos detengamos ante los objetivos que buscan los padres maltratadores, entre ellos que su mujer sea una“buena esposa, madre y ama de casa”,y, en consecuencia, que la violencia no parezca imponer y mantener un orden en el que los menores son parte esencial, tanto como plasmación de que el objetivo se consigue, como argumento para atacar a la madre o como amenaza de hacerlo. En estas situaciones utilizan la violencia como castigo por lo que han hecho mal o no han hecho bien, y como mensaje para que sepan qué es lo que no tienen que hacer.
Todo ello nos indica que para el machismo la paternidad en gran medida es un ejercicio de poder dirigido a mantener el orden familiar,
que cada hombre impone a partir de la interpretación personal que hace
de las referencias dadas por la cultura androcéntrica. Y como orden
fundado en la sociedad, exige que las referencias impuestas sean útiles
en una doble dimensión: por una lado, para la dinámica interna de la familia, y por otro, para el desarrollo de las relaciones de hombres y mujeres en sociedad, lo cual necesita que la educación incida en las conductas y en la identidad para que los hijos e hijas sean en el futuro buenos hombres y buenas mujeres.
Si como consecuencia de la experiencia basada en la violencia y de
exponer a sus hijos e hijas a ese ambiente, en el día de mañana esos
“buenos hombres” son maltratadores y esas “buenas mujeres” son
maltratadas, el problema se ve como algo menor, puesto que se entiende
como algo puntual y que el orden logrado y las identidades adquiridas son valores superiores y positivos para la familia y la sociedad.
No es casualidad que uno de los argumentos más utilizados por el
machismo a la hora de criticar la Igualdad y las medidas contra la
violencia de género, sea el del “adoctrinamiento” y el de la “ideología
de género”, revelando que en verdad su proceso es un “adoctrinamiento” desarrollado a partir de una “ideología machista”,
que intenta ocultar la construcción cultural y social de los roles y
funciones, a partir de lo que desde ella se entiende que es un hombre y
una mujer.
El peso de esa construcción de la sociedad y la familia bajo la
mirada y la conducta vigilante del machismo es tal, que se habla de ella
y de la propia violencia de género como “normalidad” y desde una
posición neutral. Y no hay normalidad en la violencia como tampoco neutralidad en la construcción que da lugar a ella. Educar en la desigualdad no es el modelo de referencia ni el punto de partida para convivir en sociedad, sino el objetivo alcanzado a lo largo de siglos de machismo
para mantener una posición de poder, y con ella los privilegios
masculinos. Unos privilegios que, entre otros beneficios, hacen que a
pesar de los datos y las estadísticas sobre violencia de género, se dude
y se cuestione más a la mujer que denuncia que al hombre que agrede, y
que, por ejemplo, pueda haber una orden de alejamiento de la madre al
tiempo que un régimen de visitas con el padre, porque todavía se
entiende que “un maltratador puede ser un buen padre”.
Todo forma parte de la construcción social del machismo, pero si
hemos llegado a cuestionar y rechazar argumentos de base cultural, como
el que decía que “la letra con sangre entra”, deberíamos comprender y rechazar aún con más intensidad los mitos del amor romántico que hacen compatible amor y violencia. Donde hay violencia no hay amor, y si una paternidad se ejerce con violencia contra la madre o los hijos, no es paternidad.
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