Digámoslo sin rodeos: este cuarto disco de Ameneyro es el mejor de su corta vida, y lo inician de golpe, con el estallido de una Danza donde las baquetas hacen de percutores, donde el bajo encabeza la onda expansiva, la guitarra se dobla en el diálogo y los teclados equilibran el vértigo. Los danzantes disfrutan de la tempestad, la provocan; salpican los sentidos –deliberadamente o no– con ecos del Almirante Zappa y del Capitán Beefheart, aunque manteniendo siempre su propio discurso.
La inclusión de la batería en la dotación instrumental –que tanto acerca las dinámicas a los gustos, usos y costumbres del grueso de la tribu– no se repite sino 10 tracks después. Pero para Ameneyro esto no representa problema alguno. Al trío le sobran recursos para navegar y construir al margen de los tambores (o para regresar a ellos cuando tengan a bien hacerlo).
El punto es que los ameneyros tienen voz propia y mucho que decir con ella. Por la inmediatez y la elegancia de sus tintes roqueros, por su pasión confesa hacia las músicas étnicas y mestizas, por su evidente deuda con los colores y las armonías impresionistas; pero ante todo, por la honestidad y la facilidad con que trazan cada una de sus líneas hasta alcanzar los niveles que desde la antigüedad se endosaban a las obras de arte.
Como cualquier obra de arte, este disco puede (debe) tener varias lecturas. Para nosotros (para mi sub y para mí), École cua, tema que le da título, es el efímero esbozo de una miniatura, apenas un apunte, una promesa. A El sarape, en cambio, lo recibimos como una obra total, de espirales que encierran
toda la belleza lúdica y formal de las rutas del porvenir. Cada quien sus rolas.
Mientras Ciro y Julio proponen la mayoría de las composiciones, al final Paty rediseña, redefine el cielo y lo tiende sobre su manto para que todos nosotros, la multitud vil de los mortales (como nos dice el hermano Carlos), recuperemos el sentido de la existencia en un país tan a punto de irse a la meritita chingada. Entretanto, el maestro Ferrero disfruta melódicamente de la invitación. Salud.
Otro estupendo disco de inminente aparición, aunque en una dinámica diametralmente opuesta a la de los chiapanecos, es Parlez moi d’amour, cuarta producción de Sofía, actriz, bailarina, chelista y cantante de este valle de México. En el booklet se lee: Por supuesto, este disco tiene varias lecturas y un solo don verdadero, el de la voz de Sofía
.
Desde los primeros giros, sientes una tibia sonrisa de asombro que te resbala en los labios. Te preguntas cómo es que alguien puede bordar con tanta naturalidad en los diferentes telares de la canción. Ya chanson, ya lied, ya canção –o fugaces flirteos entre Broadway y el bolero–, cuando canta, esta bella mujer despliega una suerte de embrujo territorial, pues pareciera que francés, alemán, portugués, inglés y español son sus lenguas maternas. Aunque esto va mucho más allá de las habilidades en dicción y poliglotía.
Claro que existe un muy marcado acento en cada canción: el de la intérprete, el de la vocalista que sabe cómo apoderarse de un tema y hacerlo suyo, el de aquella que logra extraer piezas como Que reste-t-ill de nos amours o Nature boy de entre las nieblas y las tinieblas del tiempo, con sus mil y una noches de por medio, para mostrarlas como algo totalmente nuevo, como pequeñas obras de arte recién paridas por el romanticismo tardío.
Aunque más allá de lo cosmopolita de su contenido, de su fluidez temática o de la difícil sencillez de sus fraseos, Parlez moi d’amour nos seduce por la personalidad y la tremenda fuerza expresiva de esta mezzosoprano, que no necesita desgarrarse las vestiduras ni saltar al vacío para atraparnos desde el primer compás.
En el exterior todo fluye serenamente, con tranquilidad, con delicadeza extrema; esto en sí ya es un hallazgo. La tormenta y el vendaval se desatan muy muy adentro, donde no todos pueden llegar, y donde Sofía nos obsequia con una buena dosis de su intimidad, de su esencia de artista. Salud.
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