La trinchera de Calíope
Por Yolanda de la Torre*
México, DF, 1 nov 11 (CIMAC).- En Ana Romero hay algo risueño, algo que impide imaginarla sin una sonrisa de cuerpo entero, como si toda ella tintineara. Lo mismo sucede con su escritura.
Hace apenas unos días se anunció que Ana ganó el premio de cuento infantil Juan de la Cabada que otorgan el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). Ésa, la literatura hecha para el disfrute de la niñez, es su trinchera:
“Hablando en términos de táctica y estrategia, yo creo que formo parte de la meritita vanguardia: niñas y niños. Escribo para ellos narrativa y poesía, y lo hago porque creo que son un público imaginativo, exigente, cruel, pero sobre todo, dispuesto. Nadie como ellos para atacar la literatura sin prejuicios y luego amarla o detestarla, pero siempre con fundamentos”.
Pero Ana –autora, entre otros libros, del poemario “Trenes” y de la novela “La secreta misión del 6.21” – es más que su obra y las satisfacciones que le brinda; es también la suma de sus influencias, de quienes han marcado su vida y la condujeron a ser quien es, y entre todas esas personas hay mujeres que parecen anónimas, pero cuya mano contribuye día tras día a hacer de este un mundo mejor, y otras tantas que, como ella, se han comprometido con el arte y la cultura:
“Las que primero me vienen a la mente son mi Yaya (abuela) y mi profesora de español, Beatriz. Hay también una lista interminable de personajes literarios y cinematográficos que dejaron huella, y cómo no, autoras, directoras, pintoras, musas y gente de la calle. Creo que sería interminable mencionarlas porque soy lo que he visto, leído, oído y elucubrado; y en todos los ámbitos hay mujeres dispuestas a dejar algo”, afirma con una serenidad que trasluce agradecimiento.
A pesar del optimismo ingobernable que destila su pluma, Ana Romero sabe que hay mujeres menos afortunadas que sufren los estragos de una discriminación de género que los avances del siglo XXI no han podido erradicar, pero también que eliminar ese flagelo requiere de nosotras un esfuerzo, una inquebrantable fe en que podemos lograrlo:
“Creo que la violencia contra las mujeres (en este país ya de por sí violento), es lo que más daño nos causa, pero no podemos separarla de la discriminación laboral, académica, cotidiana. Estamos un poco jodidas, ¡pero trabajando para dejar de estarlo!”.
Y con ese mismo espíritu esperanzador está convencida de que la creación, en cualquiera de sus formas, tiene la capacidad de producir transformaciones en favor de nosotras, quienes conformamos más de la mitad de la población de nuestro país:
“La trinchera del arte y la cultura, si bien no es canasta básica, ayuda en todos los sentidos. Da voz. Y dado que las condiciones de ser mujer es una de nuestras debilidades, la expresión de nuestra voz ya constituye un paso. Sí, lo creo fervientemente”.
Al final su propio trabajo, como bien lo sabe Ana, puede contribuir no sólo a evidenciar los atavismos que aún mantienen a las mujeres en condiciones sociales que merecen ser elevadas, sino también a transparentar sus logros. Y lo hace orgullosa, con la frente en alto:
“Eso es lo que trato de hacer. Finalmente, uno sólo escribe de sí mismo, y yo soy mujer. La literatura no puede ni debe deshacerse de su entorno; en ese sentido trato de, sin ser panfletaria, dejar bien sentada mi posición. A lo mejor a nadie le importa, pero si hay una, sólo una mujer que reciba un impulsito, seré la mar de feliz”.
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