E
l corazón tiene razones que la razón no comprende. Para su largometraje más reciente, Las razones del corazón, el realizador Arturo Ripstein elige, a manera de epígrafe, esta cita del filósofo francés Blaise Pascal, quien fue adepto de la corriente religiosa radical del jansenismo. La elección no es fortuita. De una película a otra, desde el inicio de su carrera, en 1968, pero de modo más agudo desde el comienzo de su colaboración artística con la guionista Paz Alicia Garciadiego, la mirada que el director de La perdición de los hombres lanza sobre sus congéneres y sus pasiones ha sido empecinadamente pesimista.
Según esta visión, que retoma la vieja teología jansenista, la naturaleza humana, privada de la gracia divina, estaría dominada por instintos casi animales y sentimientos peligrosos. Su salvación sería, por ende, azarosa, cuando no imposible. El hombre, marcado así, de modo irremediable, por el pecado original, habrá de ser un ser lleno de miserias, proclive a conductas aberrantes, sumido en la abyección más profunda.
Quien revise la obra reciente de Arturo Ripstein verá, una y otra vez, reflejada esta visión fatalista, sin resquicio alguno para la esperanza o para la reparación moral. Así es la vida, concluye un título del director. El espectáculo de la vida es un perpetuo Carnaval de Sodoma, grotesco y aberrante, y cualquier posibilidad optimista en este inmenso valle de lágrimas es un horizonte engañoso.
No sorprende entonces que, para Las razones del corazón, Ripstein y su colaboradora Paz Alicia Garciadiego hayan optado, a la manera de dos nuevos y empeñosos Bouvard y Pécuchet, por levantar el registro de nuevas y mayores miserias en el terreno de la pasión amorosa, tomando como pretexto y punto de partida la novela Madame Bovary, del muy declaradamente misántropo Gustave Flaubert, y de modo especial las dos últimas jornadas, que conducen a la heroína al suicidio por ingestión de arsénico.
Trasladada la acción de una provincia decimonónica normanda al oscuro territorio de las vecindades en nuestro centro histórico capitalino, la pasión infortunada de la malcasada Emilia (Arcelia Ramírez) por su vecino de azotea, el saxofonista Nicolás (Vladimir Cruz), y su reiterada burla a la confianza de Javier (Plutarco Haza), el marido pobre diablo, se vuelve un patético muestrario de las posibilidades de abyección de un ser humano. Diálogos y situaciones imposibles, con tufo de letrina, dan cuenta de la degradación moral de Emilia y de su paulatina pérdida de toda dignidad como mujer y como ser pensante.
La fotografía en blanco y negro de Alejandro Cantú, nerviosa y acechante, encierra a los protagonistas, y con ellos al espectador, en una atmósfera irrespirable. La pretendida aspiración a un melodrama vigoroso e intenso deriva, a fuerza de insistencias tremendistas, en un ocioso catálogo de envilecimientos circulares, de agria sordidez, desprovisto de esa calidad poética que habría podido conquistar con el contrapeso, así fuera mínimo, de una sobriedad moral y artística, ajena a la incontinencia verbal. Los guiones recientes en las películas de Arturo Ripstein, tan empecinadamente cargados de fatalismo y misoginia, han tenido como efecto colateral perverso retrasar lamentablemente la renovación estilística que parecía prometer el notable realizador de El lugar sin límites y de Cadena perpetua.
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