Foto: Hugo Cruz
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Con todo y que la discusión sobre la obligatoriedad del bachillerato se limitó al ámbito de los diputados y senadores, y que está también a consideración de las representaciones legislativas de los estados, se impone abrir un serio debate sobre las políticas sociales y educativas que se requieren con urgencia en el país.
Con algunos sesgos neoliberales en su enfoque y otros tantos huecos analíticos, el Informe sobre la educación media superior que ha divulgado recientemente el Instituto Nacional de Evaluación de la Educación (INEE, 2011; www.inee.edu.mx) contiene indicadores que revelan que hay una enorme cantidad de jóvenes fuera de la escuela, deserción masiva y obsolescencia y dispersión de lo que se aprende y se enseña.
El bachillerato mexicano representa un abismo insalvable para millones de jóvenes y adultos que están pasando masivamente a ser parte del enorme rezago educativo que se reproduce desde hace décadas en México. De acuerdo con el estudio citado, 7.3 millones de jóvenes de entre 15 y 29 años tienen educación secundaria, pero no pueden acceder a los estudios de educación media superior. Y de los que alcanzan a ingresar, cerca de la mitad se van quedando en el camino, sobre todo si se trata de jóvenes pertenecientes a poblaciones indígenas o del campo.
Las cifras y los hechos son alarmantes. Estamos ante una situación de planes y programas de estudios fragmentados, con regulaciones y calendarios diversos y sin complementariedad, no obstante que hace unos pocos años dio inicio la pretensión de regular el sistema con la creación de una subsecretaría de la SEP que ha pasado casi inadvertida, por decir lo menos, por los bachilleratos públicos pertenecientes a las universidades e instituciones de educación superior federales y estatales que concentran la gran mayoría de la matrícula. Sus intentos de organizar un enfoque de competencias y reglas de operación comunes han tenido como respuesta el rechazo de las más importantes universidades, y ha sido desastrosa también su insistencia en eliminar la filosofía.
El gasto educativo nacional por alumno para este nivel es altamente deficitario, y en el estudio en referencia se estima que 16 de cada 100 alumnos inscritos abandonan sus estudios entre un ciclo y el siguiente (página 28). Estas condiciones son más graves en cerca de la mitad de los estados de la República. Todos los datos que se presentan demuestran que este nivel educativo se ha convertido en el desbarrancadero de los jóvenes y en el mayor cuello de botella para su futuro.
Con todo y que el estudio del INEE no incluye el panorama de la educación privada (que ha de ser verdaderamente escalofriante) ni lo que se ha alcanzado en las modalidades a distancia (bastante recientes pero muy importantes), la perspectiva general del ciclo da para pensar que la obligatoriedad constitucional del bachillerato tendrá que considerar políticas públicas y una verdadera discusión sobre las estrategias necesarias para alcanzarla.
De que ello es indispensable, ni duda cabe, pero de que se estén elaborando en serio programas transexenales que hagan posible el incremento en el flujo de recursos, maestros, escuelas, infraestructura, tecnologías, nuevos planes y programas de estudio, entre otras tantas cosas relevantes, no existen evidencias.
Los precandidatos de la izquierda a la Presidencia de la República han sido quienes han abordado el asunto del bachillerato de forma más clara e incisiva, pero los datos que aquí se apuntan deberían ser motivo de reflexión, pues no se trata sólo de la ampliación de los niveles de ingreso o de contar con un mayor número de becas, sino también de contar con políticas de gran altura que puedan propiciar cambios de fondo en la docencia, la investigación y la currícula, la infraestructura, la articulación horizontal entre los tipos y modalidades y los recursos que se requieren. De otro modo, todo quedará, de nuevo, subordinado a la lógica del asistencialismo sin atacar realmente a fondo la brutal realidad que se vive.
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