“Se escuchan muchos lamentos, gritos, sollozos. Se siente muy feo y da miedo, mucho miedo”, dice Raúl, policía de Seguridad Pública de Nuevo León encargado de la guardia nocturna en el Casino Royale, mientras su compañero asiente con la cabeza. Ambos tienen una cara de susto, que da miedo.
Era la una y media de la mañana. La avenida San Jerónimo estaba vacía, un coche pasaba de vez en cuando. Hacía una noche espléndida de 28 grados y volvía de cenar cuando se me ocurrió pararme para mostrarle a mi colega Judith Torrea los restos del ataque al casino, donde murieron 52 personas. Uno de los policías se acercó al ver que tomaba fotos, preguntó nuestro interés sobre el asunto y empezó a contar su experiencia. Arrastraba las palabras como si hubiera bebido para soportar el terror: “Son los fantasmas. Es normal, mucha gente de la que murió aquí se fue dejando asuntos pendientes. No pueden descansar”.
Su compañero añade: “Yo he visto sombras, rostros, siluetas de gente que corre. He escuchado gritos. Siento escalofríos, ni modo, alguien tiene que estar aquí. ¿Qué mas hacemos? Hay que trabajar. Yo no creo en fantasmas, pero está claro que son fantasmas. ¿O no?”.
Los dos hablaron durante más de una hora de sus experiencias sobrenaturales. Expusieron todo tipo de detalles, conjeturas y teorías. Y recordé los misteriosos casos de los fantasmas que supuestamente habitan el Palacio de Linares, sede de la Casa de América en Madrid; o los fantasmas del teatro Royale Drury Lane de Londres, consumido en dos ocasiones por el fuego. Y por supuesto, recordé los elementos mágicos y fantásticos del realismo mágico latinoamericano que ha llenado nuestra literatura.
Espíritus, almas en pena que se manifiestan o fantasía pura, la verdad es que a dos meses de la tragedia, el caso del Casino Royale no se ha cerrado; por el contrario, lejos de resolverse parece estar estancado y cada día más enredado, debido a la impunidad endémica que padece nuestro sistema de justicia.
Desde el 25 de octubre, los familiares de las víctimas han hecho acto de presencia afuera del Casino Royale para manifestar su inconformidad con el desarrollo de las investigaciones. Han colocado flores, veladoras, cruces blancas con los nombres de las víctimas y una pancarta que dice: “Señor presidente Felipe Calderón, le pedimos que honre su palabra “caiga quien caiga”. Confiamos en usted”.
Y es que Felipe Calderón no ha cumplido y todo parece indicar que no cumplirá su palabra. Las autoridades no han logrado ni siquiera llevar a la cárcel a Raúl Rocha Cantú, el único dueño del lugar que se conoce hasta ahora, propietario de una de las empresas que operaba el negocio denominada Enterprises of Mexico. El señor Rocha Cantú se dio el lujo de hacer “declaraciones” a la PGR desde la comodidad de su lujosa residencia en Miami, hasta donde se fue huyendo de la justicia mexicana.
El casino no cumplía al momento del ataque con las medidas de seguridad y protección civil, según el peritaje de la PGR que a todas luces pretende dejar libre y en la impunidad al propietario de la casa de apuestas. El dueño nunca presentó a la Secretaría de Gobernación copia de la póliza del seguro de responsabilidad civil para proteger a clientes y empleados, pese a la exigencia que marca el artículo 29 del Reglamento de la Ley Federal de Juegos y Sorteos. La responsabilidad penal del señor Rocha Cantú es absoluta, pero está claro que está sostenido al más alto nivel, un nivel que le permite gozar de libertad. Para colmo del cinismo, pretende instalar un nuevo casino a través de otra de sus empresas: Impulsora de Entretenimiento y Destrezas Turin, S.A. de C.V.
Es evidente que la actuación de la Procuradora General de Justicia, Marisela Morales, en este caso ha sido lamentable. La PGR ha dejado en la impunidad a los funcionarios públicos vinculados con la operación irregular del casino y evade la responsabilidad directa y clara de la Secretaría de Gobernación y sus funcionarios. A 60 días del atentado todavía la PGR no quiere mostrar la realidad: que el casino operaba de manera irregular a través de corruptelas con esa dependencia.
Pareciera que el Estado pretende hacernos creer que lo más importante en el esclarecimiento de esta tragedia es detener a los autores materiales e intelectuales del crimen organizado que la cometieron. Esa decisión resulta un insulto para la inteligencia de los ciudadanos que esperamos del sistema judicial una acción contundente contra los cómplices indirectos de esos delincuentes: los funcionarios públicos que forman parte de la red de corrupción, lavado de dinero y política que sostienen a los cientos de casinos ilegales que existen en Nuevo León.
Parece mentira que hasta el momento la PGR no haya atraído de manera completa la investigación a la esfera federal. Actualmente hay cuatro indagatorias abiertas: dos federales, una estatal y una de la Secretaría de la Función Pública, además de los operativos del Ejército para detener a 17 delincuentes ahora encarcelados.
Los familiares de las víctimas han tenido que ver también el color de la impunidad: en el blanquiazul del Partido Acción Nacional. Resulta que Jonás Larrazabal, ahora preso con privilegios y lujos, era el gran extorsionador de los casinos a quienes exigía una cuota mensual de un millón y medio de pesos y su hermano el alcalde de Monterrey, Fernando Larrazabal no sabía nada. ¿Cuánto han robado los Larrazabal para ellos y para el PAN a fin de financiar campañas políticas, en este caso la del señor Ernesto Cordero precandidato a la presidencia y gran amigo del alcalde de Monterrey?
No me extraña que el espíritu de las víctimas del Casino Royale ande penando. Cualquiera se revolvería en su tumba con el corrupto sistema de justicia de República Bananera que existe en México.
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