Carlos Bonfil
Una
renovación artística. El cine de Quebec es algo más que un puñado de
nombres ilustres premiados en los festivales internacionales (Dolan,
Arcand, Vallée, Lépage, etc). Es una apuesta cultural a menudo
politizada y una reivindicación de la lengua francesa; el alejamiento
relativo, en las formas y en los temas, de un cine anglosajón
tributario del modelo hollywoodense; la búsqueda formal y la elección
esporádica de un relato minimalista cercano al cine europeo de autor y
al cine actual latinoamericano.
La gran aportación de las muestras de cine extranjero en la Cineteca
Nacional consiste en alejar un poco a los distribuidores y a sus
públicos de las rutinas de explotación y consumo comerciales, y
hacerles descubrir cinematografías emergentes, propuestas novedosas,
replanteamientos temáticos, y dar a conocer, de modo en ocasiones
efímero, películas muy interesantes que con esta plataforma de
visibilidad bien podrían encontrar una distribución más amplia. Tal es
el caso de la cinta El amor en tiempos de la guerra civil (L’amour au temps de la guerre civile, 2014), del realizador franco-canadiense Rodrigue Jean.
Amor y restos humanos. La guerra civil a la que alude el título de
la cinta se libra cada día en el centro mismo de Montreal, una ciudad
sumida en un rudo invierno que difumina los rostros y cuerpos de sus
protagonistas (drogadictos y prostitutos callejeros) en una tormenta de
nieve que parece interminable. Es la guerra sorda entre seres
marginales y ciudadanos en apacibles zonas de confort, capaz de
exacerbarse y estallar, como durante la revuelta estudiantil de 2012,
como reflejo de una acumulación de agravios sociales.
La cinta de Rodrigue Jean no se centra en esas batallas a campo
abierto, que apenas vuelve explícitas en una escena clave. Su registro
es, por el contrario, intimista y claustrofóbico. Es la captura de los
rituales de consumo de drogas (crack fumado y sustancias
inyectables) por parte de jóvenes toxicómanos que hacen de sus cuerpos
una moneda de cambio para atender una adicción crecientemente
demandante. La cinta, de una morosidad exasperante, adopta de modo
deliberado el ritmo lento y las repeticiones propias del núcleo social
que describe: jóvenes detenidos en el tiempo presente, sin biografía
detectable y con un porvenir incierto. La virtual suspensión del
tiempo, luego de consumir la droga, tiene un equivalente visual en las
largas tomas y los acercamientos obsesivos de rostros y fragmentos de
cuerpos a que se libran los cinefotógrafos Mathieu Lavardière y Étienne
Roussy. Recuérdese la secuencia final de Kids: vidas perdidas (1995), de Larry Clark, y se tendrá una idea de la atmósfera que domina en esta cinta quebequense.
Al
exterior de este encierro y de sus metódicas rutinas de consumo, está
el campo de batalla urbano, la gélida ciudad inhóspita, con sus códigos
de trueques y negociaciones entre clientes, vendedores de drogas y
prostitutos en subasta. El prostituto toxicómano es alternadamente
comprador de droga y vendedor de su cuerpo en un extenuante círculo
vicioso, espiral del consumo y la dependencia. ¿Cómo mostrar cabalmente
este universo si no a través de un catálogo de gestos repetitivos y
conductas recalcitrantes?
La cinta señala la imposibilidad del amor en esta guerra civil
cotidiana, pero también, entre los frenéticos acoplamientos sexuales de
los protagonistas, y por encima tal vez de ellos, las posibilidades de
la ternura entre semejantes. Siempre parecidos unos a otros y, al mismo
tiempo, diversos: hombres y mujeres heterosexuales, transgéneros, gays.
Más que identidades y géneros normativos, se trata de conductas
heterodoxas e inasibles actitudes de desafío social.
En esta cinta Rodrigue Jean elabora una ficción en torno al
protagonista Alex (Alexandre Landry, actuación formidable), cuya
trayectoria sigue minuciosamente, consignando el tránsito de su rostro
angelical, casi adolescente, a una condición de virtual desecho humano,
de joven prematuramente envejecido. Sin tremendismo al calce. Esta
ficción, con fuertes tintes de documental, parece emparentada, en su
captura de un clima urbano, al cine de Ulrich Edel, en Yo, Cristina F (1981)
y su Berlín de prostitutos, toxicómanos y estaciones de trenes, o a los
relatos de soterrada ternura homoerótica de los personajes marginales
de Gus Van Sant en My own private Idaho, Drugstore cowboy, o Mala noche.
De hecho, Amor en tiempos de la guerra civil es el reverso ficcional de Hombres en renta (Hommes à louer,
2008), documental del mismo director sobre la prostitución masculina en
Montreal. Aun cuando pareciera abordar un asunto trillado, la cinta se
sitúa, con su estilo arriesgado y su franqueza sin concesiones, en los
márgenes del cine queer del que parece derivar y más lejos aún de un ya
inofensivo cine gay, muy ávido de aceptación social.
Muestra de cine de Quebec. Cineteca Nacional.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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