MÉXICO,
DF (Proceso).- Durante varias semanas, Isabel Miranda de Wallace y
otros comentaristas atacaron a Emilio Álvarez Icaza. Aparto las inquinas
personales tras la embestida para reflexionar acerca de lo que pasa en
el ámbito de los derechos humanos, el baluarte de civilidad por
excelencia.
Todo inició con una entrevista publicada en Proceso
el 19 de septiembre. Poco antes de la llegada a México de los
consejeros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH),
José Gil entrevistó a su secretario ejecutivo. En esa ocasión, Álvarez Icaza sembró dos tesis: México padece una “crisis de derechos humanos” y las “instituciones han estado muy por debajo del desafío”.
Sus palabras despertaron críticas iracundas. Carlos Alazraki
lo calificó de tipo “nefasto y amargado”; Ricardo Alemán de mentiroso, e
Isabel Miranda de Wallace de corrupto. Me centro en ella porque en su
trayectoria ha recibido censuras y reconocimientos (en 2010, la Comisión
Nacional de los Derechos Humanos, CNDH, le otorgó el Premio Nacional de
Derechos Humanos).
La señora de Wallace criticó a Álvarez Icaza
por: 1) violar la prohibición impuesta por la OEA (Organización de
Estados Americanos) a su personal para opinar acerca de asuntos de su
país de origen; 2) incurrir en conflictos de interés por su relación con
personas e instituciones que llevan casos ante la CIDH, y 3) por sus
torvos motivos: según la señora Miranda de Wallace, Álvarez Icaza busca
“un cargo político” para “regresar[se] a México”. Con esa base, lo acusó
de “corrupción”. La primera condena tiene sustento, pero las otras
acusaciones son infamias indignas de quien ha izado la bandera de los
derechos humanos.
Miranda de Wallace evade lo fundamental: ¿Hay
una crisis generalizada de derechos humanos? ¿Han estado las
instituciones a la altura? Respondo con antecedentes. Durante décadas,
el gobierno mexicano fue alcahueteado por los poderosos del mundo,
quienes se callaban o lo alababan. Por ejemplo, en 2012 el embajador de
Estados Unidos, Anthony Wayne, felicitó “al gobierno mexicano” por sus
progresos en la “defensa de los derechos humanos” (El Universal, 10 de
diciembre de 2012).
La complacencia se diluyó a partir de abril
de 2014, cuando Christof Heyns, “relator especial de las Naciones Unidas
sobre las ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias”, sostuvo
que “el derecho a la vida esta[ba] seriamente amenazado en México”.
Estas ideas han seguido repitiéndose en los informes de los relatores y
las misiones que llegan en tropel a nuestro país. En suma, Álvarez Icaza
sólo reiteró el consenso internacional.
Por su parte, el
gobierno de Peña Nieto se siente maltratado por las críticas que llegan
de fuera. Acepta que hay problemas, pero rechaza lo de “generalizados”.
Traslada la responsabilidad a otros, y responsabiliza a Vicente Fox y a
Felipe Calderón por abrir el país al escrutinio de extranjeros de
inconfesables agendas. Como tampoco pueden encerrarse tras una cortina
de hierro, el gobierno y sus aliados canalizan su ira contra aquellos
mexicanos que interactúan con la comunidad internacional. Ignoro si la
señora Miranda de Wallace recibió sugerencias de alguna dependencia para
lanzarse contra Álvarez Icaza, pero su agresividad seguramente despertó
sonrisas de satisfacción en muchos funcionarios.
Mi análisis me
lleva a la perversión y polarización que padece el movimiento de
derechos humanos. Hace décadas, el Estado aplastaba sin misericordia a
sus opositores, y los afectados reaccionaron creando un movimiento
mexicano de derechos humanos que brincó del anonimato al protagonismo
cuando México quiso abrirse al mundo. La comunidad internacional le
exigió al Estado mexicano que atendiera la problemática en ese terreno.
El Estado respondió con la aprobación de leyes y la creación de la
burocracia de derechos humanos más grande y rica ¡del mundo! Sólo en
2014 –establece Reforma como la principal noticia del 8 de noviembre–,
la CNDH y las comisiones en las 32 entidades gastaron 3 mil millones de
pesos. El presupuesto de la CIDH para ese año fue de 176 millones de
pesos, mientras que el Grupo Interdisciplinario de Expertos
Independientes (GIEI) sólo necesitó 17 millones para elaborar un informe
sobre Iguala que cimbró a las instituciones.
La disparidad en
riqueza y eficacia es la señal de que los organismos públicos de
derechos humanos padecen una crisis estructural. Hay excepciones, pero
el patrón han sido instituciones mediocres y carentes de compromiso que
encubren su blandura “maiceando” a periodistas y organismos civiles que
forman los coros celebratorios de actos tan pomposos como vacíos de
contenido. Se olvidaron de los desaparecidos, ejecutados y torturados, y
ahora se enojan con quienes siempre han puesto a las víctimas en el
centro de su trabajo. En esta categoría se encuentran Emilio Álvarez
Icaza y Elena Azaola; Juan Carlos Gutiérrez y Pilar Noriega, así como un
listado grandísimo de defensores.
Es claro que México tiene dos
movimientos de derechos humanos: el oficialista y el crítico. Ambos
están fragmentados, se ven con desconfianza entre sí y se lanzan
gruñidos y zarpazos. Actitudes que van en detrimento de los millones de
víctimas a la espera de verdad y justicia. La hostilidad acumulada
dificulta el entendimiento, y se requieren mediaciones institucionales
que construyan puentes sobre asuntos muy concretos. La candidata natural
es la CNDH que, sin embargo, está concentrada en salir del marasmo en
donde la dejaron José Luis Soberanes y Raúl Plascencia. Su segundo
informe acerca de la tragedia de Iguala será un barómetro de la
condición en que se encuentra.
Las universidades y centros de
investigación y docencia son candidatos idóneos para crear espacios de
encuentro de las diversas corrientes. El entendimiento, aunque difícil,
será posible si las diferencias se someten a las necesidades de las
víctimas. De avanzarse en esa dirección, el movimiento de derechos
humanos entraría en una nueva y mejor etapa. La actual emergencia
humanitaria la justifica.
Comentarios: www.sergioaguayo.org
Colaboró Maura Álvarez Roldán.
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