Masculinidad hegemónica & Cultura machista
El diario
Todos
nosotros, varones que desde que nacemos somos educados para el
privilegio, formamos parte de ese orden que nos ofrece tantos
dividendos.
Es por tanto responsabilidad nuestra desvincularnos de la manada, iniciar un proceso de reconstrucción personal y convertirnos en agentes para la igualdad. |
Desde el pasado jueves ya se ha dicho prácticamente todo con relación al
injustificable y vergonzante fallo del caso de ‘la manada’. Hemos
compartido en las calles y en las redes sociales el estupor y la
indignación. Se hicieron análisis de urgencia, pero también,
posteriormente, lecturas mucho más reposadas sobre lo que inicialmente
nos pareció una barbaridad y, después, leídos los más de trescientos
folios, se confirmó como una auténtica provocación que ha suscitado
malestar incluso entre quienes en otras ocasiones no se han posicionado
precisamente a favor de las vindicaciones feministas.
Se han
hecho muchos y certeros diagnósticos, y también propuestas como las que,
no sé si en un alarde de oportunismo, se hacía desde el Gobierno para
revisar la tipificación de los delitos contra la libertad sexual. No
seré yo quien ponga en duda dicha necesidad, pero no creo que la
redacción de la norma sea el meollo de un asunto en el que, en
definitiva, se nos ha vuelto a demostrar con toda su crudeza que la
cultura machista está bien presente y recorre transversalmente todos los
ámbitos de nuestra convivencia, incluidos aquellos que supone que
existen para garantizar nuestros derechos fundamentales.
A lo
que habría que sumar, por supuesto, que no creo que el recurso al
Derecho Penal sea la mejor herramienta en una sociedad democrática
avanzada. Más bien las políticas sancionadoras son la expresión más
rotunda del fracaso de unas reglas del juego que deberían basarse en la
exquisita garantía de la dignidad de todas y de todos, además de que
suelen ser el recurso más obvio para quienes no tienen más programa
político que jugar de manera populista con las emociones de la
ciudadanía.
Pienso que seguiremos equivocando el diagnóstico y,
por lo tanto, errando las propuestas transformadoras si no ponemos el
foco justamente en un modelo de construcción de lo masculino que se
proyecta en todo nuestro orden de convivencia y que, por supuesto, tiene
una de sus más terribles expresiones en cómo desde la virilidad
hegemónica se conciben a las mujeres, a sus cuerpos y, por supuesto, a
su sexualidad. Estos mandatos de género, que por ejemplo ha estudiado
tan bien la antropóloga Rita Segato, se traducen en una serie de poderes
que los hombres entendemos como derechos naturales que traducimos en
prácticas, con frecuencia violentas, que van desde lo más privado hasta
los niveles más institucionales de la vida pública.
Ser un
hombre de verdad ha significado durante siglos, y me temo que todavía
hoy lo continúa siendo para muchos de mis iguales, ejercer dominio,
devaluar a las mujeres y a lo femenino e interpretar nuestros deseos
como derechos que alimentan nuestro lugar privilegiado.
La suma
de estos factores confluye con frecuencia en una sexualidad entendida
como una pulsión irrefrenable, en la que el dominio de la más débil y
vulnerable nos erotiza al máximo, de forma que en muchos casos se
proyecta en el cuerpo de “la otra” toda el ansia de poder que parece dar
sentido a nuestra existencia. Todo ello, además, vivido con frecuencia
en ceremonias colectivas mediante las cuales se refuerza nuestra
identidad precaria.
De esta manera, las fratrías viriles acaban
otorgándonos el certificado supremo de virilidad. Es justamente ese
concepto de lo masculino, que tiene una de sus más extremas expresiones
en lo que la teoría feminista viene denominando desde hace años “cultura
de la violación”, el que en la actualidad se prorroga en la pornografía
que habitualmente consumen nuestros jóvenes, en las redes sociales que
generan espacios de inseguridad para ellas y de complicidad dominante
para nosotros y, en general, en una cultura que continúa insistiendo en
que ellas están permanentemente a nuestra disposición.
Y en
todos los sentidos: para cuidarnos, para amarnos, para darnos placer,
para hacernos padres, para sostener nuestra vida privada. Así se culmina
la definición social de las mujeres como seres para otros y cuya
credibilidad queda siempre en entredicho frente la omnipotente del varón
que dicta las reglas. Obediencia, sumisión y silencio frente a poder,
autoridad y palabra. El círculo perfecto del patriarcado.
Es
justamente ese corazón de las violencias que ejercemos los hombres y que
sufren las mujeres el que deberíamos dinamitar, como sugiere Virginie
Despentes, si efectivamente queremos poner las bases para que la
convivencia democrática garantice que mujeres y hombres actuemos como
seres autónomos y equivalentes.
Ello pasa urgentemente por la
revisión de una virilidad que se traduce en poder, también desde el
punto de vista sexual, y que es alimentada por una cultura del ocio y
del placer en la que de nuevo ellas son las perdedoras, así como por la
superación de un orden cultural que continúa alimentando energúmenos
como los de la Manada y jueces que a estas alturas no se han enterado de
que administrar justicia sin perspectiva de género es equivalente a
adoptar un fallo injusto. Y no nos engañemos: todos nosotros, varones
que desde que nacemos somos educados para el privilegio, formamos parte
de ese orden que nos ofrece tantos dividendos.
Es por tanto
responsabilidad singularmente nuestra desvincularnos de la manada,
iniciar un proceso de reconstrucción personal y convertirnos en agentes
para la igualdad. Una tarea que debería empezar por tomar conciencia de
que nuestro silencio nos hace cómplices y de que, si no queremos que nos
confundan con acosadores, violadores o puteros, deberíamos dar un paso
al frente para dejar bien claro que estamos luchando contra el macho
machista que llevamos dentro.
O, lo que es lo mismo, por la
efectividad de una democracia en la que ellas dejen de sentir miedo,
tanto en lo privado como en lo público, y disfruten de las mismas
oportunidades que durante siglos entendimos exclusivas de nosotros.
Esa
es, y no tanto la reforma puntual del Código Penal, la transformación
pendiente en sociedades como la nuestra. La revolución emancipadora que
hace tres siglos lleva reclamando el feminismo.
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