La disputa por el voto popular se ha reducido a cuatro contendientes
que pretenden conservar lo que el bipartidismo PRI-PAN ha construido
desde los años noventa, si se toma cuenta a los dos llamados
independientes que han formado parte de los dos partidos que se han
alternado el poder.
El candidato del PRI, José Antonio Meade (@JoseAMeadek), es la
síntesis de ese bipartidismo inaugurado en el gobierno de Ernesto
Zedillo, cuando entregó la Procuraduría General de la República (PGR) al
PAN.
Designó a Antonio Lozano Gracia; es decir, a Diego Fernández de
Cevallos, quien de manera extraña puso freno a su campaña presidencial
para el triunfo de Zedillo Pone de León.
Alto funcionario de los gobiernos del PRI y del PAN, Meade defiende
tanto como el candidato del PAN, Ricardo Anaya Cortés (@RicardoAnayaC),
el modelo de lo que hoy es México, marcado por la pobreza, la violencia y
su élite empresarial en la lista de los más ricos del mundo.
Entre Anaya y Meade sólo hay diferencias de matiz, como dejaron en
claro en el primer debate presidencial cuando se enfrascaron para ver
cuál de sus gobiernos y partidos era el más corrupto.
La disyuntiva es Andrés Manuel López Obrador. Pero, aunque quisiera,
el candidato presidencial de Morena no puede hacer un cambio radical en
México. En primer lugar, porque no es un revolucionario. Y más vale que
quienes se asumen como sus feligreses así lo entiendan.
El mérito de López Obrador (@lopezobrador_) ha sido oponerse a las
decisiones de gobierno que tanto han beneficiado a unos cuantos. Sus
desafíos se reducen a la justicia social, a la pacificación del país y a
defender lo que queda de recursos naturales del país. Contrario a lo
que machacan Anaya y Meade, no busca un cambio de modelo. En las décadas
recientes se ha creado una institucionalidad que cada vez más acota al
presidencialismo.
Sólo un milagro le daría una mayoría calificada en el Congreso para
revertir las reformas económicas y cualquier decisión arbitraria de su
parte podría ser sometida al Poder Judicial, con el consecuente alto
costo político.
Incluso la revisión de los contratos que ha anunciado en caso de
ganar, como los del nuevo aeropuerto, como actos de autoridad, serían
revisados en los tribunales.
La corrupción requiere mucho más que su voluntad. El Sistema Nacional
Anticorrupción va más allá de lo que él quiera hacer. Ahí tampoco irá
solo, pues en el SNA participan los otros dos poderes a través del
Consejo de la Judicatura Federal (CJF) y la Auditoría Superior de la
Federación (ASF).
La Fiscalía General de la República que sustituirá a la PGR está
diseñada para que sea autónoma. Aunque quiera que dependa de él, como
está en su propuesta de gobierno, la presión nacional e internacional es
para que México tenga una fiscalía independiente.
Su margen de acción es reducido, aunque suficiente para promover
políticas públicas de justicia social, que no se tendrían que reducir a
regalar dinero; algo que por cierto ocurre en Europa y en el mismo
Estados Unidos. Esas políticas, desde luego, pasarían por una verdadera
reforma educativa que vaya más allá del castigo laboral, y por otras
urgentes en materia de salud.
López Obrador podría también, como ha anunciado, dejar de aplicar la
Ley de Seguridad Interior, como parte de un cambio de modelo que pondría
fin a la guerra contra las drogas de Felipe Calderón y de Enrique Peña.
Esos son ejemplos de lo que está en juego en el plebiscito del 1 de
julio. Pero las rancias élites políticas y económicas de México están
dispuestas, otra vez, a interferir en el voto popular para mantener el
gatopardismo del último cuarto de siglo: cambiar para que todo siga
igual… o peor.
Comentarios: @jorgecarrascoa
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