Mario Patrón
Hacia finales de 2018,
la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) declaraba
anticonstitucional la Ley de Seguridad Interior que facultaba a las
fuerzas armadas para participar en labores de seguri-dad. En los debates
protagonizados por los ministros en ese entonces, se esbozó el concepto
de
fraude a la Constitución, justo porque algunos consideraban que, bajo el membrete de la seguridad interior, en realidad se facultaba a las fuerzas armadas para hacer tareas de seguridad pública, es decir, de alguna manera se cometía un fraude conceptual a la Constitución.
Seguro al amable lector le sonará familiar el anterior concepto, pues
apenas el pasado 11 de mayo la SCJN volvió a invocarlo, esta vez para
el caso de la llamada ley Bonilla, que desde el año pasado se
cocinaba en el Congreso local de Baja California. Paradójicamente, el
mismo día que se publicaba en el Diario Oficial de la Federación
un decreto presidencial por el cual las fuerzas armadas retornan a las
calles para hacerse cargo de labores de seguridad pública.
Así pues, en un mismo día observamos cómo dos cabezas de nuestro
sistema democrático emiten decisiones que apuntan en distintas
direcciones: mientras una defiende los principios de la democracia
procedimental y electoral, la otra apuesta por un modelo de seguridad de
corte militarizado que ha sido tradicionalmente característico de
regímenes autoritarios, a diferencia de los modelos de seguridad
ciudadana que acompañan sistemas democráticos. El mismo día, pues, la
democracia avanzó un paso y retrocedió otro.
En ambos procesos se ha utilizado el derecho para intentar dar
apariencia legal a actos que van en contra del sistema constitucional.
Empecemos por la ley Bonilla, era evidente desde cualquier
ángulo la violación a tres principios constitucionales establecidos en
el artículo 116: tener certeza en elecciones libres y claras; el derecho
a votar y ser votados, y la no relección. La población de este estado
votó para elegir al Ejecutivo por un periodo oficial de dos años, por lo
que la pretendida ampliación de éste era, en todos los sentidos, un
fraude constitucional y un ejercicio de perversión del poder donde la
legalidad y legitimidad de las instituciones se desvía del interés
común.
Ahora veamos el decreto. Recordemos que el verdadero piso firme de
toda democracia son los derechos humanos; por eso, bien se puede decir
que la democracia en México pareciera avanzar a paso de tortuga. La ya
de por sí controversial Guardia Nacional se ve ahora rebasada por el
nuevo decreto presidencial que de manera más explícita deposita en las
fuerzas armadas la responsabilidad de las labores de seguridad pública.
Más que las condiciones del retiro de los militares, el decreto parece
justificar y habilitar su permanencia.
Si algo caracterizó a los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña
Nieto, fue el papel preponderante de las fuerzas armadas como un
estamento casi superior al civil. Además de Ayotzinapa, en los años
recientes han ocurrido diversos hechos que cuestionan su empleo en
tareas de seguridad, como la masacre de Tlatlaya, los hechos en
Apatzingán, la desaparición y ejecución de personas en el poblado de La
Calera, Zacatecas, entre otros; episodios todos en los que vemos
asociadas a las fuerzas militares con la violación de los derechos
humanos.
El decreto deja claro que el gobierno de la 4T apuesta, igual que
como lo hicieron los dos anteriores, al uso del Ejército y la Marina
para pacificar el país, aun cuando tanto la SCJN, como la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, han reiterado que, si bien los
gobiernos tienen la legitimidad soberana de convocar a las fuerzas
armadas a tareas de seguridad y combate a la criminalidad, ello debe ser
con carácter excepcional, subsidiario, bajo estricto control civil y
con mecanismos robustos de transparencia y rendición de cuentas.
El decreto presidencial emitido normaliza la participación militar en
tareas de seguridad, si bien el único principio que se cumple es el de
temporalidad. El riesgo que ello entraña es mayúsculo, tanto en el
posible impacto en la vigencia de los derechos humanos, como en la
efectividad de la propia medida como política pública exitosa,
recordemos que llevamos 13 años de militarización de la seguridad, sin
que los índices de violencia bajen.
Ciertamente, también llevamos 13 años en donde no se ha apostado por
el fortalecimiento de las instituciones civiles de seguridad, lo cual a
todas luces ha convalidado el uso del personal militar en el combate a
la criminalidad. Esta podría y debería ser una diferencia sustantiva de
este gobierno a diferencia de los antecesores, que apostaron sólo a la
militarización y no a las instituciones civiles. Sin duda, limpiar,
profesionalizar y dotar de mejores condiciones a las policías podría ser
un camino más propio de un modelo de seguridad ciudadana anclado en un
régimen democrático.
La democracia como régimen político, se caracteriza por ser un
sistema de pesos y contrapesos basado en la división de poderes. Si hoy
la SCJN evaluara la constitucionalidad y convencionalidad del decreto
presidencial, muy probablemente lo declararía como fraude a la
Constitución.
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