Javier Aranda
Un museo no es un lugar, es un
espacio donde caben muchos espacios. Es un corredor del tiempo. Es un
inventario particular de nuestros días. Son instantáneas de un vuelo de
reconocimiento, o mejor, un muestrario de objetos recolectado en un
ferrocarril que atraviesa el tiempo.
La globalización ha enriquecido la vida cultural en gran forma, y los
museos con sus acervos han contribuido a ella desde hace tiempo, pero
la pandemia del Covid la ha puesto a prueba.
No es la primera vez que esto ocurre. La peste negra o la gripe
española hicieron lo suyo, pero el mundo estaba menos comunicado que
ahora y no con la velocidad de nuestros días.
La Unesco señala que no existen hasta el momento estimaciones
precisas de la magnitud de lo que ha provocado la pandemia en el mundo
del arte y la cultura, ni tampoco escenarios o proyecciones que permitan
diseñar políticas públicas que apoyen la creación, producción,
distribución y acceso a bienes y servicios culturales.
Y es una lástima que no se tengan porque los bienes culturales son
grandes generadores de riqueza y no únicamente espiritual. Piénsese por
ejemplo en los ingresos de París, Nueva York, Berlín, la Ciudad de
México o Yucatán por el llamado turismo cultural.
Cuantificar la magnitud del problema será el principio de la
solución, pero queda claro también que los museos que desde hace algunos
años se han esforzado por estar más cerca de la gente necesitarán
replantear sus estrategias para lograrlo, porque no han funcionado del
todo. Hacer las mismas cosas en nuevos formatos tendrá los mismos
resultados.
Desde hace tiempo, nos dice María Dolores Jiménez-Blanco, los museos
hicieron a un lado su vocación de templo y no necesariamente en forma
voluntaria:
En el siglo XXI, cuando lo propio de la creación artística es ser producida para ser reproducida, puede decirse que cualquier imagen, cualquier soporte, forma parte de la inmensa colección del museo sin paredes en el que habitamos a diario. El mundo ya no se contempla a través del museo: el mundo es el museo. Y viceversa: el museo es el mundo.
Sin embargo, esa realidad no ha sido del todo entendida en los
espacios museísticos. Muchos de esos recintos continúan intimidando al
espectador con larguísimas explicaciones sobre obras cuyo sentido no se
sostiene por sí mismo. Y también porque su idea de apertura e inclusión
se ha reducido a que algunas personas se acerquen a sus colecciones
aunque éstas no contribuyan a reflexionar sobre los problemas de la
comunidad donde se asientan.
La pandémica violencia contra las mujeres, por ejemplo, ha encontrado
poco eco en nuestros museos aunque obra de todos los tiempos y culturas
exista en los acervos de los miles de museos en todo el mundo.
Gracias a Internet, la vida cultural nos ha hecho más llevadera esta
pandemia. Tal vez sea el momento de rediseñar nuevos caminos para que
los museos lleguen también a las personas en esa nueva plaza pública que
son las redes sociales. No recortando conferencias de especialistas o
largas entrevistas con funcionarios, sino diseñando pequeñas piezas
sobre objetos y colecciones específicas para contribuir a la formación
de nuevos públicos que, eventualmente, asistan a los recintos
museísticos ahora y cuando la pandemia pase.
Un museo sin paredes, decía Malraux, ese gran animador de la cultura en el segundo tercio del siglo XX,
se ha abierto para nosotros, y llevará infinitamente más lejos que la revelación limitada del mundo del arte que los museos reales nos ofrecen dentro de sus muros.
Quizá sea tiempo de aceptar las pequeñas narrativas de las que
hablaba Lyotard, para que su diversidad caótica y contrapuesta por
momentos toquen tierra con nuevos espectadores, no los de siempre, y
aceptemos en la práctica que la diversidad e inclusión son algo más que
conceptos y buenos propósitos. En un país tan poblado como el nuestro,
es una lástima que los museos no se hayan convertido como podrían en las
nuevas plazas públicas adonde las personas acudan para dialogar con
objetos sobre la realidad que viven. Un museo no es un lugar.
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