México ha iniciado la
reapertura de su actividad económica con más dudas que certezas, con
temores fundados y con una sociedad polarizada.
Las cifras de contagios y muertes siguen en ascenso. La curva no
parece aplanarse y, sin embargo, el semáforo epidemiológico ya empezó a
cambiar.
Tras dos meses de aislamiento social, el escenario luce complejo: la
crisis ya no es solamente sanitaria, sino también de confianza. Seguimos
en el pico de la pandemia. En la vuelta a la normalidad, nada ni nadie
puede garantizarnos inmunidad. Se trata, entonces, de administrar el
riesgo de la mejor manera posible.
Y en este momento crucial despunta también una fuerte polarización
social que en nada ayuda. Hay disputas entre diversos sectores sociales,
entre éstos y el gobierno, e incluso entre los diferentes niveles de
gobierno. Todos se miran con recelo.
Algunos urgen a la apertura y presionan para conseguirla; otros están
de acuerdo con retomar las actividades de manera gradual, y unos más
consideran que aún no es el momento y se oponen a la idea de levantar el
aislamiento. Es el caso de los 324 municipios del país que no han
registrado contagios (todavía) y que se niegan a abrir, no obstante
haber sido autorizados por el gobierno. De ahí también la decisión de
varios gobernadores de cancelar definitivamente el regreso de los
escolares en este ciclo.
Hace dos jueves escribí en este mismo espacio acerca de las presiones
que varias potencias económicas –que ya superaron la crisis de la
pandemia– estarían ejerciendo al gobierno mexicano para que reactive lo
antes posible aquellas industrias clave para las cadenas de suministros.
Comenté que la gravedad del momento de la pandemia en México aconseja a
la prudencia y que el manejo sanitario de esta crisis es la prioridad
para evitar que la propagación del virus se salga de control.
Dije que el momento de México para reabrirse debería ser su momento.
Ningún otro. Y que sería preciso que la salud de la población sea
preservada por encima de cualquier otra consideración. Lo sigo creyendo.
Pero leo que, justo en el pico de la epidemia, la industria automotriz
–clave en la cadena de suministros– se prepara ya para reabrir al inicio
de la próxima semana.
Un sondeo publicado recientemente por un diario local muestra que la
mayoría de las personas consultadas avizoran riesgos en la reapertura.
Dice carecer de información suficiente y confiable que le permita
discernir. Los mexicanos admiten tener dudas y temores. Ven relajamiento
en el acatamiento de la población a las medidas sanitarias e incremento
en su movilidad. Consideran que lo peor está por venir.
Aunque la mayoría dice sentirse cómoda de poder realizar actividades
esenciales, como regresar a sus sitios laborales o entrar protegidos a
un supermercado, afirman aún no estar dispuestos a sentarse a la mesa en
un restaurante o acudir a un gimnasio.
Solo uno de cada cuatro encuestados reconoce que estaría cómodo de
mandar a sus hijos a la escuela al inicio del próximo mes y llama la
atención que a la mayoría le preocupa más no tener dinero para
satisfacer sus necesidades básicas durante las semanas por venir, que
resultar contagiada.
Lo cierto es que la ruta hacia la llamada nueva normalidad no está
trazada ni termina de alcanzar un consenso social que se antoja
indispensable para lograr su objetivo con el éxito anhelado. El esfuerzo
no puede ser visto como una tarea exclusiva del gobierno. Es una
responsabilidad de todos y así debe ser compartida.
En todo el mundo las calamidades y los desastres ahondan las
divergencias, exacerban los problemas y las injusticias. Las asimetrías
se visibilizan con mayor crudeza y las tendencias en marcha se aceleran,
ya sean éstas económicas, políticas o sociales. En nuestra nación, las
emergencias terminan siempre marcadas por la desigualdad.
La vuelta de México a la actividad económica, como la de todos los
países que optaron previamente por el confinamiento, tendrá que ser un
proceso gradual. No hay duda de que esta reactivación resultará decisiva
para paliar el desastre económico que se vislumbra, pero la salud es
primero.
Urge, sin duda, mejor información. No tengo elementos para señalar
que el gobierno esconde o falsea las cifras. Pero insistir en que la
curva se aplana, cuando las gráficas muestran claras tendencias al alza,
habla de una comunicación que en nada abona a la transparencia y a la
certidumbre.
Es primordial generar seguridad, unidad y esperanza. Que impere el
convencimiento social de que la responsabilidad es compartida y que de
lo que se trata ahora, en México, es de saber administrar los riesgos.
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