Fuentes: CTXT
La prevención de la violencia machista implica otorgar a la gente
un salario mínimo, acceso a la educación, atención sanitaria y
condiciones de vida seguras
Manifestación del 8-M en Valencia
No hace mucho Santiago López Petit dijo
que “cada sociedad tiene sus propias enfermedades y dichas enfermedades dicen
la verdad acerca de esa sociedad”. Y parece que
nuestra verdad es que la actual pandemia mundial y la consiguiente crisis
social y económica han visibilizado y amplificado las situaciones de
precariedad y malestar que ya asolaban la existencia de una gran parte de la
población. Ahora bien, como dice Zizek, esta situación, a su vez, nos ofrece la
oportunidad de arriesgarnos a repensar las
características básicas de la sociedad en la que nos encontramos para construir
alternativas a lo que sin duda ya se ha desvelado, no solo como inoperante,
sino incluso como contrario a la vida. Pero sería mezquino alegrarnos por una
situación que está segando vidas, generando pérdidas masivas de empleo,
aumentando los malestares de las personas que conviven con problemáticas de
salud mental, aislando a quien más necesita comunidad y apoyo y agravando un
sinfín de sufrimientos solo porque esta desgracia parece servir a nuestros
objetivos. Y es por ello que no se trata de aplicar nuestras teorías previas a
la actual coyuntura para regocijarnos en esa fantasía narcisista del “te lo
dije”, porque por muy buenas que fueran esas teorías no alcanzan para
comprender la situación actual.
Los actuales discursos sobre el posible
aumento de la violencia de género durante el confinamiento están cayendo en ese
mismo error, el de aplicar el marco analítico de siempre en un contexto en el
que se hace evidente su más que cuestionable utilidad. Por ello, es
imprescindible analizar la situación desde nuevas perspectivas y eso implica
abordar dos cuestiones fundamentales: la crítica a una mirada
desresponsabilizadora hacia las víctimas de violencia de género y el análisis
estructural de esta violencia para superar la perspectiva que la entiende como
un litigio interpersonal, en lugar de analizarla como una experiencia que se
produce en los marcos estructurales que jerarquizan nuestras vidas.
Una de las cuestiones principales que han
centrado las actuaciones y los análisis respecto a la violencia de género en la
actual crisis derivada del virus SARS-CoV-2 ha sido el aumento del riesgo al
que, debido al confinamiento, se enfrentan las mujeres que conviven con las
personas que las agreden. Es cierto que la acumulación de tensión debido a la
pandemia, a los temores a la enfermedad y la muerte, a la pérdida del puesto de
trabajo o las condiciones precarias de la vivienda, pueden producir una
escalada de violencia, un aumento de las situaciones que sirven como caldo de
cultivo para quienes someten a los demás a situaciones de verdadera tortura por
su incapacidad de gestionar sus propios malestares de otra forma.
Apuntar que las mujeres están encerradas con sus
agresores da una idea errónea respecto a los motivos por los cuales mantienen
la convivencia
Ahora bien, las mujeres no han sido
encerradas con sus agresores debido al confinamiento, como parece apuntarse,
sino que las mujeres ya convivían con ellos antes de esta situación y, de
hecho, es completamente inadmisible negar que estaban decidiendo hacerlo.
Vamos a empezar por el principio. Apuntar
que las mujeres están encerradas con sus agresores da una idea errónea respecto
a los motivos por los cuales mantienen la convivencia con quienes las agreden.
Pareciera que las víctimas de violencia en el ámbito de la pareja están
privadas total y absolutamente de la capacidad para tomar la más mínima
decisión sobre su destino, han desaparecido como parte y solo obedecen los
designios de otro u otros. Esta supuesta incapacidad de acción limita en las
víctimas la posibilidad de entenderse como agentes de cambio de su propia
situación, alimentando la desresponsabilización que justifica la necesidad de
protección por parte de un agente externo. Todo ello contribuye a reafirmar la
impotencia de las víctimas, impotencia que ya forma parte de la construcción
patriarcal de la identidad femenina, sirviendo como sustitutivo de la acción y
la autoafirmación que queda reservada a los hombres que agreden. La indefensión
ha sido esencializada en la identidad de víctima de violencia de género y serán
aquellas que encajen en esa identidad las que merezcan atención y compasión
social. Por otra parte, aquellas que la desafíen defendiendo su derecho a tomar
sus propias decisiones, aun cuando estas impliquen permanecer en una relación
de violencia, serán juzgadas con desconfianza y desaprobación social. Además, a
la naturalización de la indefensión femenina y la omnipotencia masculina se
suma la tendencia autoritaria generalizada que prioriza la solución penal de
los conflictos. Así como los intereses particularistas de un feminismo que
entiende que acompañar los procesos de cambio de quien agrede va en detrimento
de la inversión pública destinada a proteger a las mujeres sirve como
justificación para los excesos punitivistas presentados como únicas medidas
posibles ante los perpetradores de violencias.
Negar la capacidad de decisión de las
mujeres que permanecen en una relación de violencia las despoja del atributo
básico para su liberación, la responsabilidad. Ello no implica eludir todos
aquellos condicionantes que pueden limitar la libertad de acción, porque de
hecho hacernos responsables implica entender que las decisiones, en este caso
la decisión de mantener la convivencia con la pareja agresora, están siempre
mediadas por nuestra capacidad de agencia y que, por tanto, no son
completamente libres. Evaluar nuestra capacidad de agencia implica hacernos
conscientes de que existe una realidad exterior que va a condicionar nuestro
marco de decisiones. Esto es así para todo el mundo, pero es innegable que ese
marco de decisión es más amplio para unas personas que para otras y que,
precisamente aquellas que acumulen más situaciones desfavorables, que
pertenezcan a colectivos estigmatizados y/o precarizados social o
económicamente, verán mucho más limitadas sus opciones y, por tanto, su
capacidad de decidir. Pero un marco de decisión limitado o reducido no debe
suponer la anulación de la soberanía personal y la potestad para ejercerla,
porque, de ese modo, siempre serán las personas en situaciones más precarias
las que carecerán de la dignidad social que se deriva de la capacidad de
prestar consentimiento, de poder establecer pactos y ser capaz de influir en
los cambios personales, sociales y políticos.
La afirmación de la agencia no puede
aislarse de la necesidad de articular políticas que tengan como objetivo
amplificar los marcos de decisión de todos y todas. Especialmente de aquellas
personas cuyas situaciones de precariedad económica y de reconocimiento social
reducen sus posibilidades a mínimos inaceptables. La crisis social y económica
agudizada por la emergencia de la pandemia de la covid-19 ha visibilizado la
precariedad en la que se encontraban las trabajadoras domésticas, las
cuidadoras de personas mayores, las trabajadoras sexuales y muchos otros
sectores feminizados, empobrecidos y desregulados en los que se ocupan mujeres
migradas, en situación administrativa irregular, víctimas de violencias de
género en el ámbito familiar, laboral e institucional y a las que se les han
negado derechos básicos de forma sistemática. Los marcos de decisión para
muchas de estas mujeres están limitados por cuestiones que van más allá de la
violencia de una pareja o familiar que las agrede y limita su capacidad de
movimiento y, por ello, la insistencia en que la solución es llamar al 016 o
abandonar el domicilio es sumamente inefectiva.
Habría que empezar a hablar de la posibilidad de
otorgar rentas básicas universales y no condicionadas y garantizar derechos
laborales a las trabajadoras del sexo
Resulta mucho más tranquilizador presentar
esta violencia como un litigio interpersonal eludiendo la necesidad de incidir
en un marco estructural que constituye a los sujetos y favorece las condiciones
de la permanencia de esta violencia. El abandono de un abordaje estructural ha
supuesto una tendencia creciente a centrar los objetivos de intervención sobre
las víctimas en la recuperación del impacto emocional y psicológico de la
violencia de género como elemento principal para la desvinculación de las
parejas agresoras. Es indudable que es necesario intervenir para atender ese
impacto, pero el análisis de las demandas de las mujeres que actualmente
saturan los circuitos de atención a la violencia de género y sus problemáticas,
muestran también que la acuciante necesidad de alojamiento, protección y
acompañamiento son resultado de algunas cuestiones estructurales. Algunas de
estas cuestiones son el impacto de la ley de extranjería que niega derechos
básicos a las mujeres en situación administrativa irregular, la imposibilidad
de acceso a la vivienda y la precariedad económica a causa de un feroz
capitalismo especulativo, la explotación laboral agravada por una reforma
laboral que prioriza los intereses patronales y una violencia institucional que
se ceba contra colectivos estigmatizados. Cuando se combinan perspectivas
desresponsabilizadoras con formas de abordaje psicologicista de la violencia de
género y se aplican sobre mujeres con una necesidad de reconocimiento de
derechos básicos se produce un efecto tremendamente perverso, el de su
regulación y modelaje institucional. Ante la posibilidad de obtener una
cobertura precaria y circunstancial de sus necesidades básicas muchas mujeres
optan por plegarse a las exigencias regulatorias que implican la sumisión a una
forma preestablecida y burocratizada de entender la recuperación y
desvinculación de la violencia. De esta forma, pueden acabar accediendo a
reconocer como violencia hechos que para ellas no son significativos al no
cuadrar con sus valores, o asumir un proceso terapéutico que no necesitan o no
les resulta prioritario ya que así pueden acceder a alojamiento, protección y
cobertura de necesidades básicas para ellas y sus hijos, hijas o personas
dependientes.
Todos estos elementos dibujan un escenario
en el que poco espacio queda para la ampliación de los marcos de decisión de
las mujeres. Dice Mithu M.Sanyal respecto a la violencia sexual que “ la
prevención del abuso de poder sexual también significa otorgar a la gente un
salario mínimo, acceso a la educación, atención sanitaria y condiciones de vida
seguras”.
Para plantearnos nuevas perspectivas
respecto al abordaje de la violencia de género habría que empezar a hablar de
la posibilidad de otorgar rentas básicas universales y no condicionadas;
incorporar en las políticas públicas el reconocimiento del trabajo sexual y
garantizar derechos laborales a las trabajadoras del sexo y a las mujeres que
se ocupan en la economía de los cuidados, invertir en la mejora de la
ocupabilidad, promover el empoderamiento económico de las mujeres e intervenir
en el mercado laboral mediante leyes que den mayor protección a los
trabajadores y trabajadoras. Así como sería esencial negar la visión liberal de
la mujer cuidadora en el hogar como un sujeto altruista y reconocerlo como
imprescindible y parte de la sociedad civil a la vez que cuestionamos el marco
patriarcal de la división sexual del trabajo. Sin olvidarnos de la derogación
de la ley de extranjería, de regular el mercado especulativo de la vivienda y
promover la vivienda social, incorporar la transversalidad de género en
servicios básicos generalistas y transformar la mirada desresponsabilizadora
hacia las víctimas.
Como ha dicho Clara Serra recientemente
“para que la normalidad que venga sea, además de nueva, una normalidad
mejor, tiene que ser decidida por nosotros y nosotras mismas”. Las personas que
trabajamos atendiendo a mujeres víctimas de violencia de género hemos
demostrado en estos días nuestra capacidad de organizarnos y sostener los
servicios a pleno rendimiento, a veces en condiciones de riesgo y precariedad.
Esto no debería ser aceptable, pero lo hemos hecho. Qué duda cabe que es
imprescindible defender nuestros derechos incluso más allá de aquellos
establecidos. Pero estos derechos nunca pueden ir en detrimento ni en
contraposición de los intereses de las personas a las que atendemos. Demandar
más y más recursos para los servicios específicos de violencia, especialmente
en la actual tesitura, no hace más que alimentar un monstruo insaciable y nos
convierte en elementos de contención ante el impacto generado en las mujeres
por políticas y economías asesinas, mientras sus necesidades más básicas quedan
desatendidas. Pero además, esta especificidad contribuye a establecer
jerarquías entre personas pobres usuarias de servicios sociales. Tenemos la responsabilidad
y la indudable capacidad de ser un elemento indispensable para la
transformación social, no la desaprovechemos. A mi entender, ese mínimo
imprescindible que amplía la capacidad de decisión de todos y todas nos ofrece
un escenario en el que empezar a pensar juntas no en una nueva normalidad, sino
en un mundo nuevo.
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