Sin embargo, la llegada de Felipe Calderón a la Presidencia le
permitió revertir la tendencia decreciente y en la primera mitad del
sexenio ya había logrado recuperar dos gobernadores (para llegar a 19),
136 diputados (de 106 a 242) y la mitad del porcentaje de votos perdidos
(de 29 a 39.6%); y aunque no logró mantener la recuperación en las
preferencias electorales y los diputados, sí lo hizo en las
gubernaturas, pues concluyó el sexenio con 21 gobernadores; además en
las elecciones de 2012 obtuvo 33.6% de los votos; 214 diputados y 52
senadores, es decir, 108 diputados y 19 senadores más que en 2006.
Con el regreso del PRI a Los Pinos la tendencia nuevamente se
revierte: en 2015 perdió siete puntos porcentuales y 11 diputados
respecto a los que había obtenido en 2009 y se quedó con 32.6% de los
votos, ya muy cerca de su mínimo histórico, y 203 diputados. Y en 2016
la debacle se acentúa: al perder siete de las 12 gubernaturas en
disputa, tiene únicamente 16 gobernadores (incluyendo al chiapaneco
militante de su aliado, el Partido Verde Ecologista de México y
postulado en coalición); y la preferencia electoral, en las 12 entidades
donde hubo elecciones a gobernador –estados donde el PRI normalmente
obtenía porcentajes de votación superiores al promedio nacional– regresó
al 29% de 2006.
Tal como señaló el flamante dirigente nacional del PRI, Enrique Ochoa
Reza, estos momentos son “particularmente difíciles… en la vida de
nuestro instituto político”. También acierta al señalar: “No cabe duda
que el elemento más adverso a la clase política hoy en México son las
acusaciones de corrupción y de impunidad”.
Sin embargo, sesgado por la lealtad a sus mentores o contaminado por
la endogamia, equivoca rotundamente la lectura de la realidad mexicana:
Peña Nieto no es “el mayor activo del Partido Revolucionario
Institucional y de México” y tampoco la corrupción se encuentra
únicamente a nivel de los gobiernos estatales y municipales. Permea los
tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal) y desde luego,
como evidencian las reiteradas denuncias públicas (particularmente a
partir de noviembre de 2014), alcanza directamente a varios de los
integrantes del gabinete federal e incluso al mismo presidente de la
República y su familia.
Si, como señaló en su discurso de toma de protesta Ochoa Reza, el PRI
tiene “que ser un partido que señale la corrupción de los gobiernos
emanados de nuestras filas, que exija su fiscalización, incluso su
destitución”, no debe voltear únicamente hacia los gobernadores y los
alcaldes; primero debe observar muy de cerca al gobierno federal, pues
es allí donde más presupuesto se maneja y más contratos se asignan.
Y aunque la corrupción y la impunidad son el elemento más adverso, no
son el único factor que explica el hartazgo de la ciudadanía con los
partidos políticos y el voto de castigo de los electores mexicanos; hay
muchos otros factores que influyen y, entre ellos se encuentran de
manera relevante: la incapacidad de los gobernantes para resolver los
problemas más acuciantes (inseguridad, pobreza, desigualdad y violación
de derechos humanos, entre los más destacados) y la intromisión de los
titulares del Ejecutivo en la vida de sus institutos políticos.
No es ninguna casualidad que los votantes nacionales hayan castigado
al PAN durante el gobierno de Calderón, cuyo gobierno muestra pésimos
indicadores en los rubros señalados en el párrafo anterior; su
intervención en los asuntos de Acción Nacional provocó conflictos
internos, fracturas y renovación precipitada de dirigentes, pues durante
su sexenio tuvo cuatro presidentes (Manuel Espino, a quien obligó a
renunciar anticipadamente; Germán Martínez, quien renunció
anticipadamente tras la derrota electoral de 2009; César Nava; y Gustavo
Madero, con quien acabó enfrentado).
El escenario se repite con Peña Nieto, quien empezó a utilizar su
poder en el PRI, desde marzo de 2011, cuando ungió a Humberto Moreira,
para que le asegurara su postulación y a quien tuvo que separar tras el
escándalo de las finanzas de Coahuila; posteriormente nombró a Pedro
Joaquín Coldwell, para conciliar la designación de candidatos a
diputados, senadores y gobernadores, en las elecciones concurrentes;
César Camacho, que aunque vendió muy bien los resultados de la elección
intermedia de 2015, en realidad no salió muy bien librado; Manlio Fabio
Beltrones, que tuvo que renunciar tras la histórica derrota electoral
del tricolor; y ahora Enrique Ochoa Reza. Van cinco dirigentes en cinco
años y medio.
Si a eso se le suman los escándalos de corrupción y los malos
indicadores de su gobierno (por más que Ochoa Reza, haya logrado
arreglar algunas estadísticas para argumentar logros) es más que
explicable que todas las encuestas muestren que menos de la tercera
parte de la población mexicana aprueba su gestión.
El pacto de sobrevivencia con Beltrones (Proceso 2023) fracasó para
ambos, pues resultó funesto para el futuro político y, particularmente,
las aspiraciones presidenciales del exdirigente tricolor y dejó en
condiciones deplorables al PRI para enfrentar las elecciones de
gobernador en el Estado de México, en 2017, y desde luego la
presidencial de 2018.
En estas circunstancias Peña Nieto cambió radicalmente el perfil del
dirigente tricolor: seleccionó a alguien de su círculo íntimo,
desconocido para la inmensa mayoría de los militantes priistas, sin
haber siquiera aspirado a un puesto de elección popular y sin
experiencia en la operación política. Paradójicamente, ante la debacle,
se aferra a quienes piensan como él y son corresponsables de los malos
resultados de su gobierno y su partido.
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