José Blanco /I
La foto desgarradora –pese a ser un performance–
de la primera plana del pasado sábado en nuestro periódico me impulsó a
escribir este artículo. Las situaciones de desigualdad, discriminación y
de violencia contra las mujeres son un hecho tan aterrador como
desconocido en el mundo. Con seguridad nadie ha hecho la relación
completa de las situaciones de desigualdad, discriminación y violencia
contra las mujeres. La generación de información detallada sobre los
patrones y la dinámica de esa violencia es crucial para una comprensión
más completa de sus causas y consecuencias, y para el diseño de
estrategias eficaces de prevención y abolición de la misma. Y cada
situación, cada acto de discriminación, cada hecho de violencia debiera
contar con una definición, con una sanción moral, o legal civil o penal,
según el caso. Que la forma en que los varones ven y tratan a las
mujeres es un constructo social, parecen admitirlo todos los seres
pensantes, pero ¿qué hemos hecho, qué hacemos, para cambiar de raíz esa
aberrante atrocidad? Lo muy poco que se hace, lo hacen las propias
mujeres, se diría que acompañadas con la más simiesca indiferencia de
los varones.
Esta atrocidad sin nombre viene de la profunda y oscura distancia de
los siglos y milenios. Difícilmente cabe en la imaginación de nadie la
dimensión de tal horror. Cuando uno lee que se han tenido avances aquí o
allá, el sentimiento es indescriptible: una casi nanonada comparada con
la dimensión de ese infierno. En el extremo está la inaudita
monstruosidad del asesinato.
Sí, hay países en que las cosas son peores que en México, pero ¿es
peor quien ha asesinado a 20 personas que quien ha dado muerte a 10?
En seis años (2007-13) más de mil 900 mujeres y niñas fueron
asesinadas de forma violenta en México y casi la mitad con armas de
fuego. Esto ubica a nuestro país, junto con otras nueve naciones
latinoamericanas, entre los 25 países con la mayor tasa de feminicidios
del mundo y en el top ten de los que se cometen con disparos de armas, de acuerdo con
Carga Global de la Violencia Armada 2015. Cada cuerpo cuenta, elaborado y publicado cada tres años por dos organizaciones no gubernamentales europeas con el apoyo de la ONU. “De los 25 países con la mayor tasa de feminicidios, 10 se encuentran en América Latina. Además, Honduras, El Salvador y México están entre los cinco países del mundo con el mayor crecimiento en las tasas de homicidios de niñas y mujeres” .
Es fácil encontrar guerras de cifras sobre el horror de feminicidio
en México, y este hecho no refleja sino la forma en que las
instituciones mexicanas dan la espalda al problema.
¡¿Por qué las matan?! Quien asesina es un hombre. Quien muere,
mujer. Los feminicidios son crímenes por convicción, igual que lo es el
terrorismo, explica el especialista Andrés Montero.
Es difícil de aceptar, pero quizás más de comprender y sobre todo de interiorizar para muchas personas, que la violencia hacia las mujeres tenga relación con el género, es decir, que maten a mujeres por el hecho de serlo. La incredulidad sobre esta tesis es vasta, lo sabe bien Montero; pero desde su vasto trabajo en el tema, replica: ¿Estamos diciendo que las matan por el hecho de ser mujeres pero que el asesino ni siquiera ha reflexionado sobre ello cuando comete el crimen? De hecho, es justamente así. La explicación es relativamente sencilla, pero hay que estar abierto a entenderla. La violencia de género es un crimen por convicción. El agresor aplica la violencia para mantener el comportamiento de la mujer dentro de unos parámetros que responden, exclusivamente, a la voluntad del hombre. De esta manera, el agresor está convencido de su legitimación para utilizar la violencia con el fin de lograr que la mujer se comporte conforme a un orden determinado. En eso, los agresores de mujeres no se diferencian de ninguno de los dictadores totalitarios que han asolado la historia de la humanidad. El agresor de género es un dictador que impone su voluntad por medio de violencia en el marco interpersonal de una relación de pareja”.
Todo es cuestión de voltear a ver, sí, a hacer eso tan difícil de
realizar y que las ciencias sociales saben muy bien: saber ver; en este
caso, las bases del constructo que esta sociedad ha creado. Debo dejarle
la palabra a Montero:
Tenemos que acordar que la sociedad, tal como la hemos construido, está sustentada en códigos de dominancia masculina sobre la subordinación femenina. No creo que sea difícil, con los matices que sean necesarios, aceptar por la mayoría de la población que, efectivamente, la desigualdad entre hombres y mujeres, descompensada hacia la preponderancia de lo masculino, ha sido la regla dominante sobre la que hemos construido nuestra sociedad; elemental, simplemente elemental.
La historia ha sido vista por miles de intelectuales como una lucha
perpetua por la libertad. La revolución francesa puso de manifiesto la
necesidad del fin de las esclavitudes de clase; y puso una consigna y un
programa para la historia: liberté, égalité, fraternité. La
revolución estadunidense puso sobre la mesa otra consigna y otro
programa para la historia: el fin de las esclavitudes de raza. La
revolución feminista, cuyo programa entre todos debiéramos crear, será
el fin de la esclavitud de género. Las dos primeras continúan
incompletas. La tercera está comenzando.
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