Cristina Pacheco
Si al regresar de mi
trabajo veo a Daniela parada en la esquina de Meztli y Xochipili, puedo
imaginarme lo que sucedió: otra vez tuvo el presentimiento de que
Gildardo volvería esta noche y salió a esperarlo en el mismo punto donde
se despidieron la mañana del l5 de junio, hace más de cuatro años. Ella
lo bendijo, él le dio un beso rápido porque tenía los minutos contados
para llegar a la Central Camionera.
En medio del gentío y el intenso movimiento de pasajeros quién iba a
interesarse en un niño con yins, chamarra de cuadros, tenis, una mochila
a la espalda y su boleto oculto en el bolsillo; quién iba a suponer que
él era uno más de los niños que viajan a Tijuana para luego seguir
hacia Estados Unidos, sin destino preciso pero con un propósito muy
claro: hacerse de un trabajo, ganar dinero y enviárselo a su madre.
I
Cuando Daniela está montando su guardia, la saludo como
si fuera lo más natural que a esas horas se encuentre allí, sola y sin
motivo aparente. No necesito preguntarle nada. Sólo me paro junto a ella
y miro a la distancia, como si también creyera que de un momento a otro
Gildardo va a descender de un taxi o de una micro y desde allí nos
saludará con el brazo en alto.
Daniela no da muestras de haber notado mi presencia, pero sé que la
agradece. Cuando considero que ya esperamos lo suficiente, la tomo del
brazo y giro rumbo al edificio donde están mi departamento y sus
cuartos. Daniela se deja llevar como una enferma a la que tiene que
conducir una practicante.
II
Mientras caminamos, espero que en algún momento se duela
de que su presagio haya sido un falso anuncio, una crueldad, pero jamás
lo hace. Va callada, hablando consigo misma, quizá tratando de imaginar
las razones de que Gildardo, de nuevo, no haya vuelto como predijo su
corazón. En otros momentos de su vida le anunció hechos que ocurrieron:
el divorcio de su hermana, la enfermedad de la tía Senorina, el billete
premiado de Paco. ¿Por qué la engaña cuando se trata de lo más
importante para ella: el regreso de su hijo?
Cuando llegamos al edificio, Daniela me invita un café en su cuarto.
Aunque esté exhausta le tomo la palabra. No podría dejarla sola en
momentos así, cuando imagino que la ausencia de Gildardo se le vuelve
más gravosa y más urgente la necesidad de hablar de él, de su decisión
de irse solo a Estados Unidos –como hicieron antes, a riesgo de su vida,
otros niños del barrio– con muy poco dinero, sin llevar como
identificación ni siquiera su credencial de la escuela; sin certezas de
ninguna especie, sin rumbo preciso, sin amparo ni más guía que su
instinto.
III
Daniela no siempre se refiere a su hijo en el mismo tono.
A veces le reprocha que se haya ido y lo acusa de abandono, o le
recrimina tenerla angustiada y sin noticias; pero luego se corrige y se
refiere a la nobleza de Gildardo, a sus demostraciones de cariño hacia
ella, a lo feliz que será el día en que lo abrace otra vez y le arranque
el juramento de que nunca más volverá a irse. “¿Para qué? A su edad –me
dice Daniela– no es bueno que ande solo por allá, sufriendo de hambre y
sed, tal vez con frío, perseguido en los caminos, en las carreteras,
expuesto a tantísimos peligros.”
El peor momento es cuando mi amiga se reconviene por haber permitido
que Gildardo se fuera. Si algo malo le sucede será culpa suya y de nadie
más, por tonta, por ilusa, por débil. Debió frenarlo desde la primera
vez que él habló de irse a Estados Unidos. Debió mantenerse callada en
vez de darle su consentimiento para que se fuera. Debió negarse a ir a
la Central a comprarle el pasaje. Debió encerrarlo, esconderle la ropa y
no gastar lo poco que tenía comprándole la chamarra y los tenis. Debió,
sobre todo, matarle los sueños, pero no tuvo valor para hacerlo ni nada
que ofrecerle a cambio de ellos.
Le recuerdo que otras madres a las que conocemos también aceptaron
que sus niños se fueran, y no por indiferencia o falta de amor, sino
porque creyeron que en el norte iban a tener una oportunidad que aquí
nunca tendrían. Mis palabras no la alivian. Insiste en que su obligación
era impedir que Gildardo se fuera. Ante su insistencia le digo algo que
sabe y no quiere reconocer:
Cuando alguien quiere irse, ¡se va! Mejor que haya sido con tu aprobación. El hecho de que todavía no se haya comunicado no tiene que significar a fuerzas algo malo. Le diste tus bendiciones ¿no?, entonces... Piensa que andará tratando de acostumbrarse a su nueva vida, aprendiéndolo todo: desde a hacerse la comida hasta a trabajar. De que tu hijo no sepa inglés ni te preocupes: por allá todo el mundo habla español.Al fin logro tranquilizarla y me sonríe, pero adivino sus deseos de llorar.
Aunque no quiera, tengo que despedirme de Daniela. Me voy preocupada
de imaginarla sola y despierta toda la noche, atenta a los pasos que
resuenan en la calle y a los latidos de su corazón.
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