Carlos Bonfil
De la reverencia a la banalidad. La idea era sin duda interesante. El director teatral británico Michael Grandage realiza Genius (Pasión por las letras),
su primer largometraje, a manera de un tributo doble: primero, al
novelista estadunidense Thomas Wolfe, menos aclamado en la posteridad
que sus contemporáneos Francis Scott Fitzgerald o Ernest Hemingway, pero
de talento comparable, y luego, a su infatigable editor Max Perkins, de
la prestigiada firma editorial Scribner’ Sons, en Nueva York, de quien
se reconoce no sólo el gran olfato literario, sino la capacidad de
convertir manuscritos hasta de cinco mil páginas en una obra tan
compacta y sobria como la novela Look Homeward, Angel (El ángel que nos mira, 1929), del propio Wolfe.
Como sucede, de modo casi invariable, cuando el cine, un medio
popular muy vinculado al mundo comercial, procura rendir homenaje a una
expresión artística tradicionalmente ligada a la alta cultura como la
literatura, el arte plástico o la música clásica, lo hace de forma
reverente y muy aproximativa, rara vez explorando las complejidades de
la creación artística o el contexto histórico en que se producen los
trabajos, y ateniéndose, con la mirada puesta en la indispensable
aceptación del público, en los aspectos más vistosos y atractivos de la
empresa, apostando también a la conveniente explotación de los
arquetipos más rentables y de los lugares comunes.
Nada más atractivo, al respecto, que aprovechar el relativo
desconocimiento de ese gran público de cine de la figura de un escritor
fallecido prematuramente (a los 37 años) en plena gloria literaria, y
trazar en grandes rasgos los contornos de su misteriosa vocación y su
impresionante capacidad de trabajo. Apenas ha entregado Thomas Wolfe
(Jude Law) a su editor (Colin Firth) una novela muy voluminosa, cuando
poco tiempo después le presenta, en carretadas de manuscritos, un
volumen mucho más grande. El pasmo de Max Perkins ante la genialidad de
su nuevo protegido sólo es comparable al azoro invade el alma de Antonio
Salieri frente a la obra descomunal del casi adolescente Mozart en Amadeus (Milos
Forman, 1984). El extrovertido y risueño Tom Hulce que interpreta al
genio austriaco tiene su equivalente ya maduro, igualmente insufrible,
en un Jude Law incontrolable. Si esa caracterización corresponde o no a
la realidad del personaje literario, poco importa; en el cine comercial
carisma es destino, y la idea es oponer la vitalidad de Wolfe, genial y
asombrosa, a la opaca solemnidad de su editor, para luego mostrar cómo
ambos son capaces de sacrificar el amor y la dicha doméstica devorados
por un frenesí laboral en busca de la perfección.
En esa galería de clichés y vuelos apresurados sobre el
paisaje de la fama, hay lugar para viñetas que rozan la caricatura: un
Scott Fitzgerald (Guy Pearce) devastado por el alcohol, incapaz de
escribir unas cuantas líneas, víctima de la incomprensión universal; una
Zelda Fitzgerald (Vanessa Kirby) patética y en estado catatónico, y un
desenfadado Hemingway (Dominic West) en busca de nuevas y muy viriles
aventuras en el mar o en un romántico combate antifascista en España.
Esos rápidos retratos que en la comedia Medianoche en París, de Woody Allen, son apenas divertidos, en el reverente drama que propone Pasión por las letras,
resultan irrisorios. No sólo se aleja la cinta de la seriedad
profesional que, según la mayoría de los testimonios, anima a la
biografía de A. Scott Berg (Max Perkins: Editor of Genius,
1978) en que se inspira, sino que al concentrarse en el conflicto de la
pareja protagonista (autor de genialidad muy visible, editor de enorme
talento siempre en las sombras), favorece el drama muy convencional del
hombre maduro, padre de varias niñas que descubre en el escritor al hijo
varón que nunca tuvo y que siempre soñó con tener y educar.
Fuera de ese cuadro de frustraciones domésticas y vocaciones
suspendidas, queda el contexto histórico de la gran depresión económica
(apenas esbozado) y de un medio literario incapaz al parecer de
encontrar en un cine de inspiración hollywoodense otra ilustración ajena
al lugar común. Es lamentable ver a comediantes tan sólidos como Colin
Firth, Jude Law y Nicole Kidman (aquí la esposa frustrada y venenosa de
Wolfe) reducidos a los requerimientos de un guión volcado a la banalidad
sentimental. Aventuremos otro lugar común: Pasión por las letras
podría despertar al menos en el espectador el interés por descubrir la
talla verdadera del escritor Thomas Wolfe, algo que sin duda sería más
estimulante.
Twitter: CarlosBonfil1
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