Javier Aranda Luna
Ahora que nos
preguntamos cuándo perdimos La Condesa, cuándo se jodió Veracruz, cuándo
y en qué momento se fregó el país en materia de seguridad hasta
convertirnos en un plato de sangre, olvidamos, me parece, que las
respuestas del presente están en el pasado.
Perdimos La Condesa cuando alzamos los hombros con un
ni modopor el crimen de la guardería ABC. Se jodió Veracruz cuando aceptamos
la verdad históricasobre la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa en una supuesta hoguera que las poblaciones aledañas y los satélites podrían haber apreciado dado su tamaño y no la registraron. Se fregó el país, cuando el Indec hizo malabares con las cifras de la pobreza para convencernos de que una familia
tipocon dos padres y dos hijos menores puede vivir con 20 pesos al día. Se echó a perder cuando periodistas irresponsables y tal vez por unos pesos publicaron en primera plana y en forma reiterada que el calentamiento global era una
patraña.
Más aún: se jodió cuando un grupo de intelectuales que detestaban a
Octavio Paz le pidió al entonces presidente Carlos Salinas una comida
para no sentirse menospreciados cuando se enteraron que el mandatario le
había ofrecido una cena al poeta por haber recibido el Nobel.
Al parecer el interés por mantener el status quo prevaleció en todos los casos sobre la búsqueda de la verdad.
Rob Riemen me hizo ver hace poco un concepto manejado por Thomas Mann
hoy desgraciadamente olvidado: la nobleza de espíritu. Mann conoció la
guerra y el derrumbamiento del mundo que conoció. El patrimonio de la
civilización en el mejor sentido, se vio amenazado en buena medida para
Mann por los
literatos de la civilización, los Zivilisationsliteraten por su
politización del espíritu. Para ellos la felicidad dependía de la ideología y de las instituciones sociales. Mann sabía, como apunta Riemen, en su libro Nobleza de espíritu, que la vida humana no se puede moldear a gusto de las autoridades. Para Mann sólo la cultura y el arte nos pueden ayudar a afrontar la barbarie.
Me parece que el autor de La montaña mágica tenía razón: la
cultura es el único centro que puede dar sentido a la civilización. La
belleza y la búsqueda de la verdad como valores trascendentes, por
ejemplo, son firmes asideros para mantener el sentido de comunidad.
No es una casualidad que El Moisés de Miguel Ángel nos congregue, que La divina comedia
sea una plaza pública que nos aglutina, que los últimos 51 días de la
guerra de Troya cantados por Homero sigan reverberando en películas y
series. Estar a merced de lo presente y lo efímero sólo puede
condenarnos a vagar en un universo carente de sentido, como apunta
Riemen.
No es una locura pensar que los intelectuales deberían ser guardianes
de la civilización. No es que el arte y la cultura puedan salvar al ser
humano:
El arte no es poder sino consuelo; no es que nos haga creer que la vida es buena, lo cual sería una mentira, sino que comparte nuestras dudas y nuestros sentimientos.
Octavio Paz no se cansó de recomendarle a políticos y
funcionarios leer cuentos y novelas, poemas y obras de teatro para
conocer en realidad las necesidades de la gente. Descreía de la
numerología hueca, de la nueva teología de los números.
Algunos piensan que la barbarie de nuestros días dio al traste con
valores como el respeto, la dignidad, la justicia, la bondad, la razón,
la verdad. Que esa es la razón de los feminicidios, la pérdida de
autoestima que tenemos como pueblo, el desprecio al individuo o la
indiferencia ante el sufrimiento. Pero la barbarie de nuestros días,
como ocurrió con los años de la posguerra en Europa sólo completó,
aclaró y forjó en una experiencia traumática, como apunta Rob Riemen,
lo que comenzó a perfilarse hace tiempo y acabó sentando las bases para un nuevo sentimiento hacia la vida.
Nos horrorizan los talibanes con sus niños desolladores, sus mujeres con burka
y su política pública de exterminio de los homosexuales pero nos hemos
hecho de la vista gorda a cambio del petróleo y ¿no aquí la homofobia
crece aunque digamos que no es así? Igual pasó con el apartheid en Sudáfrica, condenable en discursos por muchos años pero vivificado por el comercio bajo la mesa.
Si la eficacia política de los tecnócratas se reduce a números, que
sigan explotando a niños en África o inventando Fobaproas para que los
bancos ganen sin trabajo. Si en lugar de rescate bancario se hubiera
rescatado a los deudores, nuestro país sería otro... pero no habría sido
el gran negocio para algunos.
La nobleza de espíritu tiene que ver más con la búsqueda de la verdad
que con la peligrosa creencia de tenerla, con la necesidad de la
belleza cuyo magnetismo nos atrae más que con ese arte que requiere de
explicaciones para ser entendido.
Dice Riemen que existen demasiados intelectuales que legitiman lo que
jamás debería legitimarse. Intelectuales que supeditan la distinción
entre el bien y el mal a los dogmas de su ideología política.
Intelectuales que arman un tremendo alboroto verbal
pero no ayudan a comprender la realidad, pues la reducen a una imagen hostil empapada de rencor. Estamos, nos dice, ante la
traición de los intelectuales.
Esta última afirmación de Rob Riemen me parece un poco injusta. No todos los intelectuales son
críticoshasta el último cheque. No todos se valen del matiz para hacer del progreso retroceso y de la verdad un puñado de mentiras.
Pese a todo hay esperanza, como quería Mann, mientras el diálogo
subsista. Dialogar significa, entre otras cosas, reconocer al otro como
interlocutor. Y se dialoga, claro, para intercambiar. Para escuchar las
razones del otro y estar dispuesto a aceptarlas... las piedras hablan
cuando se pretende tapar al sol con un dedo. Ojalá no siga ocurriendo
eso.
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