El congreso de Veracruz
aceptó ayer la solicitud de licencia presentada por el ahora ex
gobernador de esa entidad Javier Duarte. Su salida anticipada del cargo
debe verse como un episodio más en la crisis política, financiera y de
seguridad por la que atraviesa la entidad, pero de ninguna manera como
una solución.
Sobre el gobierno veracruzano p
esa
un saldo de miles de muertos, cientos de desaparecidos, faltantes en
las arcas públicas de cientos de miles de millones de pesos, empresas
fantasma beneficiarias de desvíos, lacerantes carencias en el sector
mayoritario de la población y, en general, una ruptura generalizada de
la legalidad, la paz y la normalidad. Ciertamente, Duarte tiene una
responsabilidad política de primer orden en la gestación de ese desastre
y acaso también culpas penales y administrativas, pero la situación de
la entidad no puede explicarse únicamente por la mala actuación de un
gobernador. En ella han incidido, además, los equipos de gobierno de
ésta y anteriores administraciones, la supeditación del Legislativo al
Ejecutivo local y una Federación que no pudo o no quiso frenar a tiempo
los escandalosos extravíos que la administración de Duarte exhibió desde
el arranque de su sexenio.
Sin duda, el ex gobernador debe ser investigado con transparencia y
conforme a derecho en los diversos ámbitos en los que hay averiguaciones
o procesos abiertos en su contra y, de hallársele responsabilidades
punibles, castigado de acuerdo con la ley. Pero ello no va a resolver la
violencia, la inseguridad, el desequilibrio financiero ni los
conflictos sociales creados por el gobierno duartista. Es preciso,
además, desmantelar las redes de complicidad, corrupción e impunidad que
se enseñorean en el estado, emprender el saneamiento general de las
instituciones y establecer una relación transparente y pulcra entre
éstas y el gobierno federal.
Sería imperdonable que la renuncia de Duarte y las eventuales
imputaciones formales en su contra fueran capitalizadas como oportunidad
para un ejercicio de gatopardismo y simulación, es decir, para
pretender que su caída en desgracia pudiera bastar para resarcir los
innumerables agravios que contabiliza la sociedad veracruzana. Tanto con
gobernador sustituto como con gobernador electo, la consecución del
estado de derecho, la paz y la probidad en la entidad del Golfo requiere
de voluntad política para ir a fondo en la erradicación de las
distorsiones institucionales –que crecieron al amparo de Duarte y sus
colaboradores, pero que los trascienden y rebasan– y en un combate a la
corrupción que vaya más allá de consignas, simulaciones y cálculos de
popularidad
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