Miguel Concha
La Jornada
El 29 de septiembre
se celebró de nuevo en México el Día Nacional del Maíz. Desde hace ocho
años y a iniciativa de la Campaña Nacional Sin Maíz No Hay País,
festejamos en esta fecha la vida comunitaria en torno a este grano que
genera comunidad, cultura, historia, proyectos colectivos e identidades
diversas, y nos recuerda la importancia de la biodiversidad y su
conservación.
Los elotes, las mazorcas y los granos de maíz se desarrollan en los
campos en un pequeño ecosistema, al que denominamos milpa. Este sistema
se caracteriza por albergar una diversidad biológica y cultural inmensa,
que logra además contener los requerimientos nutricionales necesarios
para alimentarnos saludablemente. Se trata también de un cúmulo de
saberes ancestrales conservados por nuestros pueblos y comunidades, cuyo
valor inmenso radica en que hoy día es también patrimonio de la
humanidad, pues las formas de cultivo y cuidado del entorno y la Madre
Tierra nos han sido heredados creativamente con el paso de los siglos.
Se trata además de un sistema de producción de alimentos que a nuestro
país le asegura la soberanía alimentaria. Es asimismo garante de la
diversidad de alimentos que ofrece la cocina mexicana, que valga decir
es de las más apreciadas en el mundo.
Sin embargo, no ha sido sólo un sistema de cultivo atacado, por
desgracia, por las malas políticas públicas para el campo de los
gobiernos en las décadas recientes, sino ahora también de manera
agresiva y acelerada por las grandes empresas trasnacionales. Estos dos
elementos combinados intentan poco a poco despojar a los pueblos
indígenas y campesinos del sistema de milpa, para imponer el
monocultivo, el cual se sostiene con el uso de agrotóxicos y la
explotación comercial de la tierra. Este nuevo sistema es agresivo con
el medio ambiente, elimina la diversidad y coloca ante daños
considerables a la salud humana. Basa también su lógica en la ganancia y
el lucro y deja de lado tanto los derechos de los pueblos y las
personas como el respeto a la Madre Tierra.
Estos dos paradigmas de agricultura se disputan hoy en México. Uno,
incentivado y conservado por las comunidades y pueblos, y el otro, que
solamente se define y se desarrolla en función de la acumulación y la
ganancia. Por ello la celebración del maíz cobra sentido en medio de
tantas crisis, pues reconocemos que, como bien señalaron Cristina Barros
y Marco Buenrostro en su columna Itacate ( La Jornada, 20/9/2016), el maíz
es un producto natural y cultural de los pueblos ancestrales que lo adaptaron a través de siglos, de generación en generación, seleccionando semillas y desarrollando variedades y tipos de maíz aptos para los climas, suelos y condiciones agroecológicas. Valga esto para saber y aceptar que en esta planta la resistencia se palpa y está viva, y que en las tierras cultivadas y en la agricultura campesina radica la esperanza ante tanta desmesura y abuso del capital, pues en torno a la milpa se constituyen pueblos que ahora siguen resistiendo, del mismo modo que lo hace esta planta milenaria.
Tantos siglos han pasado, y el maíz se mantiene como el
principal alimento básico de las y los mexicanos, aunque también de
diversas regiones del mundo. Por esto celebramos este don que nos ha
dado la naturaleza. He ahí la importancia de conservarlo en modelos de
producción que lo conciben como bien común, y no como un grano que busca
ser manipulado como medio de control social por ambiciosas empresas
trasnacionales. En esta disputa de modelos y organizaciones agrícolas,
agrupaciones campesinas e indígenas, así como colectividades
ambientalistas, grupos defensores de derechos humanos y agrupaciones de
consumidores se organizaron en México para hacerle frente al embate
corporativo. Y para nuestra alegría se ha detenido la siembra de maíz
transgénico en su fase comercial y se observan, además, con mayor
atención, otras modalidades de siembra que pretenden realizar empresas
como Monsanto, Bayer, Syngenta, Dow Agrosciences o Dupont.
La importancia de esta demanda colectiva, herramienta judicial con la
cual se logró también en tribunales la suspensión de otras siembras de
maíces transgénicos, radica en que se acompaña con otras estrategias de
defensa de nuestros maíces nativos y de nuestro patrimonio biocultural.
La oposición en los territorios contra megaproyectos hace posible este
clima de lucha y resistencia, aunque también de celebración y esperanza
en la vida que viene de nuestros campos y de las comunidades y pueblos
que conocen las pautas del buen vivir. El embate corporativo pretende,
por su parte, seguir afianzándose mediante nuevos tratados de libre
comercio, como el críptico Acuerdo de Asociación Transpacífico (ATP).
Sin embargo, la sociedad civil organizada a escala local y global está
recurrentemente haciéndole frente. Por ejemplo, en relación con
Monsanto, una de las empresas más dañinas del planeta y de la humanidad,
próximamente se celebrará un tribunal internacional –esfuerzo colectivo
que tendrá lugar en La Haya, Países Bajos, entre el 14 y el 16 de
octubre–, y cuyo objetivo es que esta empresa se responsabilice de
graves violaciones a los derechos humanos e incluso de crímenes contra
la humanidad y ecocidio. En este contexto, jueces internacionales, entre
ellos un mexicano, recogerán testimonios de víctimas y emitirán, en
consecuencia, una opinión consultiva, al amparo de los procedimientos de
la Corte Penal Internacional. Experiencias de organización social, como
las que aquí menciono, nos dan cuenta de que, desde lo local a lo
global, los pueblos se organizan, se encuentran y resisten, pero también
celebran las bondades de la Madre Tierra, como el maíz y la milpa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario