La política no es redentora, no resuelve los problemas más urgentes
del alma humana como apuntaba sabiamente Agustín de Hipona al hablar de
la Ciudad del mundo y de la Ciudad de Dios. La redención del espíritu
humano es materia ajena a la política, pertenece a otro orden, al de la
trascendencia, al de la religión. Lo que legitima el poder político es
el derecho justo. El derecho auténtico, el orden jurídico como causa
formal de lo social, organiza, legitima y le da sentido al poder,
haciéndolo apto para defender la dignidad humana, mediante la gestión
del Bien Común.
Sacralizar la política en horas de desazón por la realidad, es
romanticismo político, imaginería que suple a la prudencia deliberativa
que gira en torno a la resolución de los apremiantes problemas
particulares de la comunidad ampliada, no a utopías mesiánicas,
sentimentales, a grado tal que uno de los devotos de Morena hace unos
días, tuvo el atrevimiento de citar en un artículo periodístico uno de
los pasajes evangélicos relativo a la visita de Cristo al repudiado
recaudador de impuestos, tratando de justificar así, el sincretismo y
llamada al tierno amor de dicho candidato. Sugerir diálogos
interreligiosos con fines románticos, en estos tiempos, no es papel de
la política: zapatero a tus zapatos.
La política romántica da la espalda a la razón práctica, y en la
historia concreta del Siglo XX, ha conducido a pueblos enteros a
callejones irracionales, ajenos a la libertad, según lo ha señalado con
certeza el filósofo Safransky al tratar el tema de los peligros del
romanticismo en política. Por otro lado, es integrismo el utilizar la
religión para fines políticos. El integrismo envilece tanto religión
como política, al tergiversar sus funciones esenciales: al César lo que
del César y a Dios lo que es de Dios, sin simulaciones retóricas
dirigidas a lactantes. Se trata de una sacralización sincrética la que
propone tal candidato: mezcolanza contradictoria y obscura de todo tipo
de tendencias ideológicas, religiosas, sociales, políticas, destacando
la económica de corte neoliberal -descrita puntualmente en el último
número de Proceso– como paradoja insalvable.
Esa mezcla es inepta para enfrentar la injusta y violenta
realidad política actual que exige prudencia política, claridad,
coherencia entre medios y fines. El romanticismo es viable y digno de
admiración en el campo de la estética, de la música, de la pintura:
Chopin, Novalis, Wagner, Caspar David Friedrich con su Árbol de los
Cuervos; pero en el escenario de la política, equivale a un
aventurerismo dañino para la libertad del grueso del pueblo en estado de
pobreza; romanticismo político en alianza con élites ahora neoliberales
(Hanna Arendt) que se ha concretado en la historia en forma de
regímenes que hacen a un lado la razón práctica, la prudencia política,
enarbolando el mito, la emoción, la insubstancial utopía redentora para
ruina en los hechos, de la dignidad humana. En el peligro está la
salvación, dijo una vez un romántico ilustre: atisbar tal peligro en
política, es lo que salva. Tiempo de honda reflexión sin duda, no de
irracionales mitificaciones.
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