Esa degradación tiene sus fuentes en las prácticas clientelares que
pervierten la aspiración democrática mediante la compra del voto y el
condicionamiento de programas sociales, obras públicas y beneficios de
distinta índole. Y, sin embargo, es en la Ciudad de México y el Estado
de México donde el PRI y el PRD han llevado esas prácticas –moralmente
inaceptables legalmente ilícitas– a niveles extraordinarios.
A lo largo de dos décadas he atestiguado numerosos procesos
electorales en los que, originalmente, el PRI solía activar una
maquinaria de movilización de electores. Carretadas de dinero se
repartían y resultaban imposibles de rastrear. Luego siguieron los
partidos de oposición que –en la mayoría de los casos– llegaban al poder
por transferencia clientelar desde dentro del PRI, con ejemplos muy
documentados como las elecciones de 2006, o como en numerosos casos
locales donde, por resistencia al centralismo o trastocamiento de
intereses locales, los grupos de poder contribuían a triunfos de su
misma alineación, pero por otro partido.
Sin embargo, nunca como hasta 2015 supe de casos en que los servicios
básicos se condicionaran conforme a resultados electorales. Las
denuncias fueron abundantes, por ejemplo, por suspensión de abasto de
agua, principalmente en la delegación Iztapalapa. El perpetrador era un
furibundo PRD que veía caer sus antiguos bastiones. Lo que yo sabía o
documenté en otras entidades fue un ejercicio efectivamente corrupto,
perverso e insano, aunque más amable, que implicaba dinero o
satisfactores, pero también trabajo de persuasión.
Hace poco, por el libro ‘Obra Negra’, de Emiliano Ruiz Parra,
comprendí que esas fórmulas criminales de articular estructuras
electorales tienen un largo registro en el Estado de México, donde los
populosos barrios de la conurbación oriente de la Ciudad de México viven
bajo un chantaje permanente por la irregularidad de sus viviendas, la
consecuente irregularidad de los servicios básicos y su entrega a
cuentagotas, junto con otros paliativos a la pobreza, a cambio de acudir
a mítines, aplaudir a candidatos, alcaldes, gobernadores y presidentes,
pero, sobre todo, votar.
Desde los primeros anuncios para la atención de los sismos del 7 y
19 de septiembre, los visos de esa corrupción y esos chantajes con fines
político-electorales fueron evidentes. Primero, con el anuncio de
Enrique Peña Nieto sobre el reparto de ayudas en monederos para la
reconstrucción, de previsible resultado: para diciembre se revelaba que
Bansefi emitió numerosas tarjetas con el nombre de un mismo beneficiario
que, si acaso, recibió una. El destino de los recursos depositados
sigue incierto.
En estos días, la capitalina Comisión del 19-S colapsó. Ricardo
Becerra, Mauricio Merino y Katia D’Artigues renunciaron en un acto de
congruencia. El intento de generar un proceso ciudadano de alto perfil
técnico, transparente y eficaz, terminó convertido en un botín para los
políticos perredistas Mauricio Toledo y Leonel Luna, así como para el
panista Jorge Romero.
Es cierto que ninguna fórmula de corrupción es admisible, pero
sostengo que hay agravantes cuando se trata del hambre, la subsistencia y
el patrimonio de los pobres. Esa bajeza, degradación y perversión
política no tiene disculpa.
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