Deben ser conscientes y mantener siempre una cierta
Por: Andrés Montero*
En
una ocasión fui negro. Aunque en EEUU me clasifican de latino en el
control de fronteras, podría decirse que también me sería aplicable el
concepto de caucásico. O que he nacido con la piel blanca, como suele
entenderse en el etiquetado étnico global. Y sin embargo, una vez fui
negro.
Porque ser negro, como bien saben íntimamente todos quienes han sido y
son objeto de abusos y violencia, de discriminación, de devaluación, de
cosificación a lo largo de la historia, tiene nada que ver con la piel y
bastante más con la diferencia, con ser diferente ante una mayoría (o
minoría: véase Sudáfrica) con poder e intención de someter y denigrar
desde una construcción ideológica de supremacía. Por tanto, ser negro es
un sentimiento existencial impuesto, a la fuerza, por una construcción
política.
Estaba de viaje en Trinidad y Tobago, un país en las Indias
Occidentales de las Antillas. Aunque su capital es Puerto España, tomó
la independencia del Reino Unido y está adscrita políticamente a la
Commonwealth. Hablando el inglés como lengua oficial, la población es
fundamentalmente negra en un 70%, entre indígenas y afroamericanos.
Allí andaba con un grupo de europeos blancos en un viaje profesional.
Cuando llegó el día de marcharse, los horarios de vuelos quisieron que
todo el grupo me adelantara en la salida, dejándome casi medio día en
solitario para explorar Puerto España. A eso me dediqué, adentrándome en
la caribeña ciudad, pajareando aquí y allá. Llegando la hora del
almuerzo hice entrada en un restaurante y me acomodé en una mesa, donde
fui atendido amable y convenientemente. Había solicitado ya mi elección
de menú y mientras estaba en ese momento de espera, cuando tienes la
bebida en la mano pero aguardas todavía a que llegue el primer plato,
levanté instintivamente la vista a mí alrededor. Era un restaurante
bullicioso en el centro de la capital y, por la época, todavía no era
común abstraerse en las esperas con el smartphone: no existían. De modo
que tenía toda mi atención orientada hacia quienes me rodeaban. Eran
todos negros.
En un ecosistema donde la normalidad era la piel oscura, el negro era
quien la tuviera blanca. Es decir, de algún modo, en esa situación de
prevalencia racial (aunque sabemos que no se trata de razas), tuve la
oportunidad de acercarme, de aproximarme ligeramente a percibir qué se
siente al ser negro. Aunque era una sensación falsa, impostada, puesto
que nadie me estaba discriminando u oprimiendo, sino que me trataban
correctamente, como a cualquier otro del lugar. En realidad lo que me
embargaba no era un sentimiento genuino ante ningún abuso, sino una
transferencia, la proyección de mis prejuicios, de unos sentimientos
raciales inoculados culturalmente como una verdadera arma política de
destrucción masiva. Estaba siendo invadido por mis propios sesgos de
discriminación por razón de piel, que rebotaban en un acto reflejo sobre
mi sensación de sentirme diferente. Tras abandonar aquel país volví a
ser blanco, pero siempre he recordado aquel episodio como una evidencia
viva de los efectos torcidos que en cualquiera puede ejercer una
determinada socialización en un contexto cultural concreto.
En la sociedad patriarcal, todos los hombres somos machistas por
definición. Algunos se declaran feministas. Cuando me preguntan si me
considero un hombre feminista, enseguida me acuerdo de Trinidad y
Tobago, y aquella enseñanza me hace responder con cautela.
La respuesta corta a la pregunta es que no, que un hombre no puede
ser feminista. Que un hombre llegara a ser feminista implicaría por
propia ontología que el feminismo habría ejercido sobre la sociedad toda
su capacidad transformadora y, por tanto y una vez lograda, establecida
y mantenida la igualdad, el feminismo ya no tendría objeto, y serlo
tampoco ni para hombres ni para mujeres.
Por tanto, mi impresión es que los hombres pueden “estar feministas”,
pero no “ser feministas”. Nos falta el componente existencial. De
manera que, igual que fui negro por un rato para volver a constituirme
en blanco, puedo ser feminista hasta que el patriarcado y su
socialización interiorizada en mí en multitud de hábitos y scripts de
conducta inherentemente inconscientes, en modos pautados y recurrentes
de pensar sentir y actuar, toman de nuevo posesión de mi identidad
existencial y me recargan la construcción política y social del hombre
que llevo dentro.
De esto todos los hombres que se declaran feministas deberían ser
conscientes y mantener siempre una cierta prudencia autocrítica
vigilante. Porque la pregunta del título sería equivalente a plantearse
¿puede un hombre ser mujer? La respuesta corta es que no.
Si un hombre, probablemente en contacto con el feminismo, hubiera
tomado la consciencia suficiente del modelo social en que ha sido
educado y de su rol en el sistema patriarcal; si tras la consciencia
hubiera profundizado en la teoría feminista; si tras la profundización
hubiera efectuado un ejercicio introspectivo y correctivo constante de
desarraigo de esos modos pautados y recurrentes de pensar, sentir y
actuar sobre las mujeres; y si además aplicara en su comportamiento
habitual rutinas activas de acción igualitaria… si todo estos
condicionales se dieran, tal vez tendríamos a un hombre que se aproxima a
“estar” en el feminismo. No obstante, estar del todo en el feminismo
requiere todavía algo más.
Ese algo más que requiere, para el hombre, es adherirse, sumarse al
liderazgo ejercido por las mujeres feministas. Entonces “estará” en el
feminismo, militará en el feminismo, pero a mi modo de ver no llegará a
“ser” feminista. Y debería aspirar a serlo únicamente en sentido
finalista, es decir, en la certeza de que llegar a serlo conllevaría que
la sociedad patriarcal habría sido desnaturalizada y que ser feminista
sería una cualidad del propio sistema social y no de sus individuos.
Igual que autosospechaba de ese blanco que pretendía ser un negro
porque estaba en minoría, también sospecho con sana prevención de todos
los hombres que se autodeclaran feministas. Tal como ocurre con todos
los sistemas de abuso -y el patriarcado ha venido siendo socialmente el
más omnicomprensivo- quienes ostentan los privilegios de la clase
dominante pueden tomar consciencia de dejar atrás esos privilegios, pero
desarraigarlos de los automatismos de la conducta no es tan sencillo ni
se muestra tan evidente. Expresándolo en términos generales y sin hacer
justicia a las excepciones (que las habrá como en toda estadística), el
hombre que “está” en el feminismo continúa programado en el patriarcado
y más temprano que tarde mostrará tics de conducta, hábitos parásitos,
que pondrán de manifiesto que lejos de “ser” todavía “está”: le costará
adscribirse al liderazgo de mujeres y mantener un perfil subordinado o
secundario; se le hará cuesta arriba no pensar que el conocimiento no es
suyo sino de ellas; tendrá que esforzarse mucho para dejar a las
mujeres expresar sus opiniones, escuchándolas y no intentando sentar
cátedra sobre ellas; le asaltarán constantemente impulsos egocéntricos
de protagonismo; pensará muy rápidamente que ya sabe lo suficiente de
feminismo; y, en definitiva, acabará pretendiendo ser ejemplo y
prototipo de algo.
Por tanto, conscientes y convencidas de que el feminismo es una
fuerza transformadora de lo social, parece ser un requisito de éxito la
entrada activa del hombre en esa militancia de subversión de los códigos
dominantes. No obstante, al igual que en el resto de las políticas de
igualdad, también aquí, sobre todo aquí estructuralmente, hay que
aplicar los principios de discriminación positiva: el papel del hombre
debe de ser el de un militante aliado que está inscrito en el liderazgo
feminista de la mujer hasta que el sistema esté en condiciones de
igualdad. Y en ese camino, el hombre hacerse con la suficiente lucidez
como para saber que intuir ocasionalmente lo que se siente al ser mujer
no le convierte a uno en mujer… ni en feminista.
*Este artículo fue retomado del portal de noticias Tribuna Feminista.
Imagen retomada del portal Tribuna Feminista
Cimacnoticias | Madrid, Esp.-
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