María Teresa Priego.
Hay quien convierte su duelo en un laberinto de espejos y no entiende cómo su duelo se eterniza.
"La sublimación no es posible para quien desestime la muerte".
"No hay temporalidad, mientras el sujeto esté atrapado en la pérdida".
Octavio Chamizo.
Pareciera
que nuestro inconsciente cree que somos inmortales y nos crea entonces
un problema mayor: ¿cómo apreciar la vida si somos incapaces de
aprehender ese dato duro de la muerte? No la de otros (con todo el dolor
que signifique), sino la nuestra. ¿Cómo transitar ese pánico a
desaparecer? Allí nos quedamos sin palabras. Ese indecible de nuestra
propia muerte. Entre tantos otros indecibles. Así va la
condición humana. Entre las promesas que llaman a la vida y el
aprendizaje continuo de la pérdida. ¿Cómo vivimos la pérdida? ¿cómo
transitamos los duelos? ¿somos cada vez capaces de transitarlos? ¿nos
quedamos atrapados en ellos? Eros y Tánatos. La luz y la oscuridad. La
esperanza y el abismo.
La pérdida nos regresa al "desamparo
originario". A nuestros límites. A la finitud. Una parte, nuestra parte
con el objeto perdido. Ese dolor en el pecho. La intensidad de ese dolor.
Hay alguien que ya no está vivo. O hay alguien que no nos quiso. Es
más, quizá colocó el odio en el exacto lugar de la promesa del amor. Hay
alguien a quien dirigimos esas preguntas insoportables: ¿cómo pudiste?
¿cómo? ¿de qué estás hecha/o? Algo sucede, como si el dolor
nos expulsara del mundo conocido. Como si de golpe, fuéramos ajenos,
mucho más ajenos a nosotros mismos. Somos de entrada sujetos divididos
por dentro. Sí. Pero esa "extrañeza" se ahonda en el proceso de duelo. ¿En dónde y cómo reconocernos si esa persona que una es/fue junto a otra ya no existe?
Nos sumergimos en un tiempo otro. Un tiempo memorioso, un tiempo fantasmático. Nos vivimos deshabitados. El dolor
es –también– una vivencia física. Nos acuerpamos con él. Podría
hacernos ciegos y sordos. En el intento de rescatarnos sucede que
olvidemos a los otros. Como si dejáramos los vínculos en suspenso. No
podemos con la cotidianidad. Nos tropezamos con la vida. Tomamos el
metrobús en la dirección contraria. Nos perdemos en el súper. Nos
perdemos. Perdemos el tiempo. Hay algo parecido al miedo que se instala.
En el duelo, sólo el amor nos salva. Justo en esos
tiempos en donde resulta tan complejo acercarnos y escuchar, es, cuando
más necesitamos acercarnos y escuchar. Salir de una/o misma/o y
escuchar. Mirar alrededor nuestro. Mirar.
Hay quien convierte su duelo en un laberinto de espejos y no entiende cómo su duelo
se eterniza. Eso que perdió, los otros se lo deben. Los otros tienen
que estar allí para "salvarlo", escucharlo, para convertirse en
instrumentos de su recuperación. Sus contenedores, sus espejos. No hay,
ni jamás ha habido dolor más grande que el suyo. Así
anula la calidad de los vínculos. Instrumentalizar a los demás es la
rotunda renuncia a una cercanía verdadera. No hay intimidad posible en
los laberintos de espejos. Si un egoísmo excesivo se instala como forma
de supervivencia, está ganando la fantasía de inmortalidad.
La
fabulación es una herramienta de los duelos mal vividos. Como si
disfrazar la realidad bastara para negar que los límites existen. Una
especie de: "basta que enumere lo magnífica/o que soy, para que el dolor
ante la realidad se disipe, o por lo menos, se atarante lo suficiente".
"Ante lo que me es insoportable, basta con que invente. Y todos me van a
creer lo que digo, puesto que yo lo digo". Esa omnipotencia podría
ofrecer la fantasía –¿consciente? ¿inconsciente?– De estar protegido
ante lo que se vive como un abismo. El abismo de "ya no ser". Oponer a
la amenaza de "ya no ser", un Yo que estaríamos obligados a inflar todos
los días, podría ser una trampa. No sólo para quienes nos aman, sino
para una/o misma/o.
Inflar un Yo es una operación continua,
desgastante y complicada. Se gasta cantidad de energía. Las palabras se
distancian de la necesidad de transmitir contenidos, porque de lo que se
trata, sobre todo, es de recrear –en el exceso– el narcisismo perdido. A
como de lugar. A esa pérdida cuya intensidad se quiere evitar, se van
sumando otras. ¿Por qué hay personas que se alejan? ¿por qué esa zozobra
de nunca sentirse lo suficientemente apreciada/o, admirada/o a priori y
de manera incondicional? ¿por qué los otros no le pagan lo que no le
deben? ¿por qué continúa ese vértigo, esa sensación de caos, ese inmenso
vacío? Quizá porque si el duelo nos devora extraviamos
nuestra capacidad de amar. El claustro cierra sus puertas. Somos
esclavos de una demanda desmedida dirigida a los otros.
El duelo
que sí se transita sucede en el vínculo con los seres a quienes amamos.
En la oferta de esa caricia, esa escucha, esa empatía que el dolor
transforma: la hace más humilde, más cercana, más honda. Tiene que ver
con estallar los espejos y buscar una manera bien distinta de amar. Sí,
somos incompletos, fallados, mortales, incapaces de decir nuestros
indecibles. Y sin embargo... estamos dispuestos a aprender. No sabemos,
no, nunca terminaremos de saber, pero con el dolor a
cuestas, cuando así sucede, estamos dispuestos a correr los riesgos que
nos amenazan, los riesgos que nos salvan. El laberinto de espejos es lo
que es: la repetición. La atemporalidad. La interminable chamba del
galeote.
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