El gobierno que está
oficialmente en funciones se esfumó a partir de las elecciones de julio.
El significado de esto debería considerarse en términos legales y
políticos. Está abierto el tema persistente de las responsabilidades
públicas que se asumen por elección popular y las del ámbito
administrativo.
En términos prácticos, sin embargo, tal desaparición no dejó un
vacío, pues esa ausencia la llenó el presidente electo de manera
tajante. Es muy largo el plazo entre la elección y la asunción de un
nuevo gobierno. Si le fue útil al sistema dominado por el PRI y los
interludios del PAN, ya no lo es.
El tiempo transcurrido desde la elección y la constitución efectiva
del Poder Ejecutivo ha sido, sin duda, muy movido. Hay decisiones de
suma relevancia que se han tomado por el presidente electo en el campo
de la infraestructura y de las políticas energética y educativa, por
señalar algunos. Al mismo tiempo el Congreso ya instalado ha presentado
iniciativas de ley que abonan al proyecto de gobierno propuesto.
Este periodo ha mostrado también tensiones y provocado incertidumbre.
Hay en la visión del nuevo gobierno elementos importantes en cuanto a
la naturaleza y las consecuencias del armazón social que prevalece en el
país. Este exige, de manera innegable, un ajuste. Lo mismo ocurre en el
caso de la producción, la inversión pública y privada, la gestión
financiera, las finanzas públicas y el proceso de generación de empleo,
ingreso y bienestar para las familias.
Este tiempo ha mostrado el estado de tensión social que existe,
abiertamente en unos casos y, en otros, de manera soterrada; exhibe la
contraposición de las posturas políticas y la exacerbación de los ánimos
entre distintos grupos.
La estabilidad económica se ha destacado como un objetivo expreso del
gobierno entrante, cuando menos en un primer periodo de su gestión. Así
se reiteró luego del caso provocado por la iniciativa del ley del
Senado en materia bancaria.
En el caso de la preservación de la estabilidad social deberían ser
igualmente claras las expresiones y las acciones del gobierno y del
Poder Legislativo. Esa es una responsabilidad política que no se puede
eludir. La mera situación de gran inseguridad pública que hay en el país
habría de ser suficiente evidencia de que la contraposición social es
muy riesgosa. Es una exigencia para el gobierno, pero también para todas
las fuerzas sociales del país.
El presidente electo ha tenido una gran actividad política en los
pasados 12 años y ha trabajado para conocer las necesidades sociales y
económicas del país.
Estas necesidades tienen un alto componente estructural, es decir,
que responden a patrones de funcionamiento muy arraigados y que provocan
una serie de distorsiones ostensibles.
Pero el país se ha transformado, esta es una sociedad dinámica, la
clase media –en una definición tan laxa o estricta como se quiera– se ha
expandido, el crecimiento de las ciudades es notable, los patrones de
consumo se han modificado de modo significativo y dichas
transformaciones no son irrelevantes.
Esto puede admitirse sin que se nieguen las condiciones de extendido
rezago social, extremo en muchos casos, que siguen existiendo; tal
situación exige una atención bien definida y constante para irlas
superando. Este es un asunto político. pero también lo es de índole
práctica: de cómo y para qué se usan los recursos públicos y, sobre
todo, de la eficacia de su destino. Se trata de un problema de
apropiación, asignación y gestión. Mucho dependerá de cómo se resuelva.
A estas alturas y precisamente por la experiencia que ha acumulado el
presidente electo, me parece que el plan de gobierno podría ser más
puntual, con acciones más ordenadas y mejor orientadas. De lo contrario
habrá un desgaste político que debería prevenirse.
El proyecto de alterar una situación social de la complejidad de un
país tan grande, con tan abundante población y necesidades
insatisfechas, es enorme.
Una transformación como la que hoy se ofrece no es sólo un acto
voluntarioso, aunque la voluntad se necesita. Requiere asentar las bases
amplias para que subsista y no colapse por su propio peso. Brasil es un
ejemplo de cómo ocurren estos fenómenos. La democracia participativa es
un recurso válido, abre el paso a una experiencia ciudadana nueva, pero
no sustituye la responsabilidad que adquiere un gobierno presidencial
como el que aquí rige y se ejerce.
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