Víctor M. Toledo
Una nueva fuerza recorre el país,
de norte a sur y del Pacífico al Caribe, de los mares y costas a los
altiplanos y desiertos, de las comunidades del México profundo a los
enclaves más avanzados de las metrópolis. Son los defensores de la
naturaleza y demandantes de algo fundamental: el derecho a un ambiente
sano y digno con aire puro, aguas transparentes, energías limpias,
hábitats y espacios decorosos. Este derecho que se hace presente a los
ojos de cada vez más ciudadanos y colectivos, y que se exige con
firmeza, se torna grito de enojo y desesperación cuando se demanda para
los hijos y para los hijos de los hijos. Este derecho ha quedado
conculcado por una civilización (industrial, tecnocrática, racionalista y
patriarcal) obsesionada por la acumulación privada de la riqueza y por
la santificación de los valores individuales. Esta fuerza no es
política, aunque todos los partidos sin excepción quisieran cooptarla,
ni es ideológica ni religiosa, aunque parezca basada en actos de fe. Es
esta la fuerza de la vida expresándose en cada ser humano quien logra
reconocer la existencia de una entidad natural omnipresente y eterna sin
la cual la existencia humana es simplemente imposible. Esta fuerza
proviene de un alumbramiento que aunque individual es el reflejo de una
conciencia colectiva, pero también se alimenta del pensamiento crítico y
del conjunto de las evidencias de una ciencia con conciencia social y
ecológica.
Resultante de la acumulación de agresiones provenientes de tres
décadas de política neoliberal, que han dejado estelas de destrucción en
innumerables territorios rurales y urbanos, en México las defensas de
la naturaleza se multiplican y extienden de manera inusitada. De ello
dan fe los más de 500 conflictos socioambientales registrados en el país
entre 2013 y 2018, pero sobre todo los cientos de demandas y protestas
que sin alcanzar el carácter de conflicto se levantan y difunden o
llegan a las autoridades a escala municipal, estatal y federal. También
existen numerosas iniciativas que desde la ciudadanía surgen para
remontar problemáticas puntuales en relación con el agua, los alimentos,
la energía, la vivienda, el aire, los bosques y selvas, la conservación
de la biodiversidad y de los suelos. Para quienes siguen pensando que
el ambientalismo es un asunto de élites urbanas inducido desde el
exterior, ahí están las estadísticas que revelan que la mayoría de los
movimientos son de carácter rural, y que buena parte de los 122
defensores de la naturaleza asesinados en México entre 1995 y 2015
pertenecían a los pueblos indígenas.
Un mínimo recuento de este ambientalismo generalizado incluye lo
siguiente: resistencias contra los proyectos turísticos de la Riviera
Maya; la soya transgénica; las granjas porcícolas; los parques solares y
eólicos, y el rescate de cenotes y arrecifes en la Península de
Yucatán; acciones contra varias mineras, y el rescate de humedales en
Chiapas; movimientos contra la minería, por el uso comunal del agua
(Valles Centrales) y contra los proyectos eólicos del Istmo en Oaxaca;
resistencias de varios años contra la construcción de presas en Sonora,
Jalisco, Oaxaca y Guerrero, y contra proyectos hidroeléctricos,
petroleros, mineros y gaseros en 12 entidades; protestas de pescadores
por la contaminación marina o lagunar en Michoacán, Tamaulipas, Veracruz
y Tabasco; defensas de ríos y otros cuerpos de agua afectados por la
contaminación industrial en siete entidades. Decenas de reclamos urbanos
contra la contaminación del aire o del agua. Y así sucesivamente.
Esta miríada de resistencias y protestas, que aparecen aisladas y
fragmentadas, comienzan ya a integrarse para dar lugar a acciones de
mayor dimensión geopolítica.
Casi sin excepción todas conectan actores y actrices rurales y
urbanos. Este es el caso de la resistencia contra el gasoducto de
comunidades de Tlaxcala, Puebla y Morelos; del Colectivo Oaxaqueño en
Defensa de los Territorios, y de La Asamblea Veracruzana de Iniciativas y
Defensa Ambiental (Lavida) que enfrenta proyectos hidroeléctricos,
mineros, petroleros, porcícolas y de fractura hidráulica, además de
rescate de arrecifes y dunas costeras. En la Sierra Norte de Puebla más
de 300 comunidades nahuas y totonakús defienden de manera unificada sus
territorios. A escala estatal existen el Parlamento Comunitario de los
Derechos de la Naturaleza de Puebla y los colectivos Guerrero es Primero
y Morelos Sustentable.
Todas estas resistencias que avanzan y maduran a
fuego lento, conforman ya enclaves de regeneración y de esperanza ante una civilización que se desmorona y que a mediano plazo estallará, no obstante y a pesar de los esfuerzos por salvarla, incluidos los de los llamados gobiernos progresistas o de izquierda, pues la crisis de la civilización moderna sólo será superada por medio de una transformación civilizatoria. No hay, aunque se desee, salida a la crisis de la modernidad desde las visiones, parámetros, tecnologías, tesis y valores de lo
moderno. Todo tiene que ser reinventado.
A la memoria de Francisco Toledo, eterno defensor de la vida.
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