Editorial La JORNADA
De cara a la reunión que sostendrá en Washington el próximo martes para evaluar el desempeño del gobierno mexicano en el control del flujo migratorio hacia Estados Unidos, el canciller Marcelo Ebrard afirmó ayer que entre el 7 de junio y el 31 de agosto se logró una reducción de 56 por ciento en la cantidad de personas que intentan el cruce irregular de nuestra frontera norte. De acuerdo con el titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores, esta cifra permite conjurar el peligro de que se impongan aranceles a los productos exportados por México al país vecino del norte.
Una reducción de la magnitud referida, alcanzada en un lapso tan breve, supone ciertamente un gran logro en términos logísticos y evidencia un espectacular incremento en las capacidades del Estado para ejercer una supervisión efectiva tanto en su frontera sur como en los principales corredores de transporte terrestre.
Otro dato que revela el nivel de efectividad que se ha alcanzado en la contención del flujo humano que atraviesa nuestro país es el que se refiere a las deportaciones efectuadas por las autoridades mexicanas: según lo dicho en conferencia de prensa, de enero a septiembre se repatrió a 134 mil de las 138 mil 491 personas presentadas ante el Instituto Nacional de Migración.
Sin embargo, la eficacia abstracta de la que dan cuenta las cifras oculta el drama humano detrás de la estrategia de disuasión y contención y, en consecuencia, obliga a preguntarse a quién beneficia semejante esfuerzo por impedir el libre tránsito de quienes aspiran a internarse en territorio estadunidense. Queda claro que la detención de los migrantes difícilmente redunda en su beneficio, pues incluso cuando las autoridades proceden con criterios de protección y respeto de sus derechos humanos –en lo que la presente administración ha dado señales de avance–, permanecer retenidos les impide reunirse con sus familiares que ya se encuentran más allá del río Bravo, o enviar los urgentes recursos económicos que requieren quienes se quedaron atrás en sus regiones de origen.
Tampoco puede pasarse por alto que una política persecutoria tarde o temprano tiene consecuencias indeseables, como ilustra el caso del migrante hondureño asesinado durante una redada efectuada por policías de Coahuila el pasado 31 de julio.
Podría pensarse que existe una respuesta obvia a la cuestión de quién se beneficia con la nueva política migratoria mexicana: son los trabajadores y las empresas nacionales, quienes encuentran una ventaja tangible e inestimable en que se tomen las medidas necesarias para evitar que el gobierno de Donald Trump cumpla su bravucón amago de castigar nuestra economía mediante una guerra arancelaria, cuyos efectos resultarían entre dolorosos y devastadores en el corto plazo. Esta visión, no obstante, pasa por alto los principales rasgos que han caracterizado a Washington desde que el magnate de los bienes raíces llegó al poder: la extremada volubilidad y la perenne disposición a deshonrar la palabra empeñada.
Es decir, que la próxima semana o en cualquier momento de lo que resta de la administración Trump, México podría encontrarse con que ha jugado el papel de patrulla fronteriza a cambio de nada, y constatar que el golpe arancelario puede caer sin más motivo que las necesidades electoreras del inquilino de la Casa Blanca.
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