Néstor Martínez Cristo
La Jornada
¿Quién hace política en
México? Nadie o casi nadie. Muy pocos, digo yo. La pregunta y la
respuesta casi inmediata vinieron a mi mente hace unos días, mientras
leía una de las crónicas periodísticas sobre el supuesto exabrupto
cometido por el diputado Muñoz Ledo, desde la presidencia de la Cámara
baja.
“Chinguen a su madre… ¡qué manera de legislar!”, comentó en voz baja
el de Morena a la vicepresidenta de la mesa, cuando su micrófono aún se
encontraba encendido. Todos lo escucharon en el recinto de San Lázaro. Y
al parecer más de un legislador o legisladora se puso el saco. A
Porfirio poco le importó. Así es, así ha sido Porfirio.
Más allá del enojo que las palabras de Muñoz Ledo pudieron haber
causado a los legisladores –a mí la verdad me hizo mucha gracia–, en el
fondo del comentario subyace una verdad, una lamentable y acaso
preocupante realidad que ha ido de la mano de nuestros políticos durante
muchas legislaturas: la pobreza en el análisis, la mediocridad en el
debate, la irresponsabilidad de legislar al vapor o la estrechez de
miras.
El asunto, sin embargo, no se limita al ámbito legislativo. Desde
hace décadas, cuando los tecnócratas se hicieron del poder, México
adolece de la política. De esa actividad sensible, necesaria, propia de
quienes gobiernan o aspiran a hacerlo, y que tiene que ver con los
asuntos que afectan a una comunidad, a un país o a una región.
La ausencia de la política está íntimamente relacionada con las
dificultades de la gobernabilidad y de gobernanza de una nación que,
como la nuestra, parece incapaz de permear el bienestar y el progreso en
su territorio y de jugar un rol más protagónico en el mundo
globalizado. La política es y ha sido el instrumento mediante el cual se
logran las grandes coincidencias en un espacio diverso, que allana
caminos, que sortea conflictos, que da paso al bienestar colectivo, es
decir, es la herramienta por medio de la cual se arman los consensos.
La historia de las últimas décadas del siglo pasado muestra
trascendentes lecciones de buena política en el mundo, de sociedades
que, mediante el diálogo, el perdón y, sobre todo, la claridad en los
objetivos, lograron hacer a un lado las mezquindades y los intereses
facciosos, para construir acuerdos que, sin las bondades de una política
bien llevada, habrían sido inalcanzables.
Me vienen a la mente, por mencionar sólo algunos ejemplos que nos son
particularmente cercanos, el destacado papel en el amarre de relevantes
pactos nacionales, de personajes como Adolfo Suárez y el rey Juan
Carlos para el retorno de la democracia española tras el franquismo; en
Argentina, el consenso social de Raúl Alfonsín, luego de la caída de la
dictadura militar, o en la Sudáfrica de Mandela, después de años de
brutales agravios raciales.
En países como México, donde carecemos de una clase política
profesional, bien formada académica e intelectualmente –y que por
desgracia parece retroceder–, los grandes acuerdos nacionales
simplemente no existen, no se ven, no se construyen. Se carece de una
visión amplia, generosa, de largo plazo, que propicie que el país avance
a partir de las coincidencias de las fuerzas políticas y de los
sectores económico y social.
De esta manera, en vez de identificar aquellos aspectos importantes
donde existen las grandes coincidencias y comenzar el tejido fino para
lograr los consensos, en México centramos el debate y la atención en
aquellas diferencias inocuas, estridentes o, peor aún, irreconciliables.
Nos quedamos girando todos –gobierno, partidos y medios de
comunicación– en una espiral interminable.
Es en este contexto que la obligación de los políticos profesionales
de nuestro país –o al menos de quienes se precian de serlo y cobran por
ello– es hacer política, armar acuerdos, ver por el bien de la nación y
de la población y no el de velar por sus intereses personales o de
partido. Es su deber.
México lleva décadas siendo administrado por administradores, más que
gobernado por políticos. Sea por nulo interés, inexperiencia, falta de
oficio o porque así ha convenido a sus gobiernos, la política ha quedado
en desuso. Hace mucho que fue sepultada. Y, me parece, urge rescatarla.
Un gobierno de izquierda como el de la Cuarta Transformación, que
comienza a dar sus primeros pasos para dejar de ser una oposición
contestataria y aprende lentamente a gobernar, tiene el deber de hacer
política, de dialogar, de tender puentes y no de dividir. La actuales
fuerzas opositoras, maltrechas y moribundas desde la pasada elección,
están obligadas, por supervivencia, sí a confrontar al gobierno, que
para eso existen, pero de ninguna manera a costa del bienestar del país y
de los mexicanos.
La delicada situación que vive México demanda la unidad. Exige
acuerdos que permitan a la nación ver hacia adelante. Necesitamos
políticos profesionales, no burócratas disfrazados de políticos, que
propicien las inversiones, las obras trascendentes, los proyectos que
vuelvan a dar lustre al país.
El instinto no basta. Hoy se requieren gobernantes y legisladores que
hagan política y trabajen con generosidad; de lo contrario, esta
sociedad terminará irremediablemente haciendo eco de la célebre
sentencia de don Porfirio: “que chinguen a su madre…”.
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