Gilberto López y Rivas
Lejos estamos los practicantes
de la antropología y otras disciplinas afines de sustraernos a los
imperativos éticos que como ciudadanos y científicos sociales nos
determinan en un mundo que no avanza en la solución de los problemas
seculares que asolan a la mayoría de los seres humanos. Por el
contrario, la mundialización capitalista, militarizada y necropolítica,
ha agravado a tal grado las condiciones de la vida en el planeta, que
muchos analistas consideran que estamos al borde de un
colapso civilizatorioque pone en riesgo la existencia misma de la especie humana. Esto es, vivimos una crisis integral, multidimensional, cuya duración, profundidad y alcances telúricos, el tiempo y la ciencia misma se encargarán de demostrar si es de mayor envergadura que las precedentes. A partir de ser conscientes –desde las clases subalternas– de este horizonte de colapso, la pregunta que hacemos los antropólogos es: ¿cómo enfrentar, con responsabilidad y coherencia éticas, los retos de una ciencia social comprometida con los desposeídos, la democracia participativa, la autodeterminación de pueblos y naciones dominados, las luchas contra el imperialismo, la explotación capitalista y contra toda forma de patriarcalismo, racismo y discriminación?
Estos desafíos de la ciencia social están relacionados con las
transformaciones que por más de cuatro décadas ha provocado en el ámbito
mundial la trasnacionalización neoliberal capitalista. Muchos de los
procesos, sujetos y actores sociales de estudio de la antropología: la
desigualdad y exclusión; los pueblos indígenas y sus autonomías; las
dinámicas e identidades socioculturales; la relación entre lo local y lo
global; la violencia, racismo y xenofobia contra los migrantes; la
cuestión agraria-campesina, han sido marcados por esta mundialización,
que también ha significado un cambio en la naturaleza del Estado-nación y
una verdadera transformación geopolítica del mundo.
El desmantelamiento del
Estado benefactory su trasnacionalización, ante la crisis de acumulación de la década de los años 70, marca el inicio de las políticas neoliberales, junto a las transformaciones tecnológicas en la informática y las comunicaciones, así como la posterior apertura de los mercados del antiguo bloque socialista, incluyendo China y Vietnam, por lo que no debe extrañarnos que la globalización misma se convierta en objeto de investigación por estudiosos como Marc Abélès, Arjun Appadurai o Isidoro Moreno, quienes desarrollan temas como: Estado-nación, ciudadanía, sociedad civil, terrorismo, violencia etnocida, memoria colectiva, y, añadiría, militarización, contrainsurgencia y terrorismo global de Estado. Nuestros vecinos sociólogos refieren, incluso, a una mutación de las ciencias sociales.
Teniendo un sustrato económico que abre las fronteras nacionales al
capital trasnacional, particularmente a su fracción financiera
especulativa, para garantizar condiciones óptimas de rentabilidad, la
recolonización capitalista neoliberal se manifiesta como una guerra
contra la humanidad en los espacios políticos, ideológicos y culturales
de nuestras sociedades por la intervención permanente y decisiva del
Estado. Contrario a lo que afirman los ideólogos neoliberales, el actual
Estado nacional de competencia, término introducido por Ana María Rivadeo, no se debilita; se fortalece en sus funciones y aparatos represivos para garantizar la estabilidad social a través del control autoritario y coercitivo de la fuerza de trabajo, y la criminalización de la protesta social. Tiene razón Atilio Borón en que la globalización neoliberal no ha hecho desaparecer los estados nacionales y en que seguimos viviendo en un mundo de ellos. Para los estudiosos de la
cuestión nacionalqueda claro que, si bien la explotación y el despojo se mundializan, la dominación es mediada por estados nacionales. Esto es, el imperialismo, que Michael Hardt y Antonio Negri diluyen en su noción de
imperio, pasa inexorablemente por estructuras nacional-estatales de mediación, no es un factor
externo, sino que opera a través de una articulación entre la clase dominante en el ámbito global, la
burguesía imperial, y las clases dominantes en la periferia del sistema, a las cuales dicta sus condiciones.
Hace cinco décadas, la antropóloga estadunidense Kathleen Gough
expresó: “la ciencia social, como toda ciencia, deviene moral y
socialmente sin sentido o dañina, si sus habilidades y conocimientos no
son periódicamente referidos a la pregunta: ‘¿con qué propósito la
ciencia y para quién?’ Si nosotros dejamos de lado este interrogante,
abandonamos la búsqueda de sabiduría y renunciamos a ser intelectuales
en el sentido significativo del término. Con la pérdida de
responsabilidad para nuestro aprendizaje, dejamos también de ser
sociales y por consiguiente humanos” (Theodore Roszak (Editor). The dissenting academy. Pantheon, 1967).
¡Esta interrogante está más vigente que nunca!
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